sábado, 31 de agosto de 2019

Jerusalén viejo. Mayo 2019.


Jerusalén viejo.

Llegar a las murallas de Jerusalén supone disponerse a entrar en otro mundo, el de la historia religiosa que estudié en mi juventud y el de muchas referencias históricas que continuamente han ido mencionando a Tierra Santa. Son más de cuatro kilómetros de muralla que dan cabida a unos barrios muy definidos de cristianos, árabes, judíos y armenios. Entré por la puerta de Jaffa y no hizo falta que nadie me dijera en qué barrio estaba y cuándo cambiaba de barrio, a pesar de lo abigarrado de las calles, los comercios, el continuo caminar de las gentes que viven en él y que mezcladas con los turistas salen a realizar sus compras diarias. La excepción es el barrio armenio que después de estar en él se identifica por la poca vida comercial y la tranquilidad de sus calles.

Un amigo que hice en Tel Aviv me dijo que Jerusalén se podía ver en unas pocas horas. Cierto que se puede ver en pocas horas y cierto que todas las horas son pocas. Cada rincón está tan lleno de historia, de referencias religiosas y de arquitectura que uno podría pasarse un día entero en cada edificio intentando conocer su estilo arquitectónico, sus cambios religiosos a lo largo de la historia, su relación con los colindantes, sus guardianes en el pasado y los actuales, su por qué y el origen de sus piedras que seguramente procederán de otros demolidos. Y así sería necesario estar un mínimo de cinco horas en cada esquina. Como es imposible se puede estar cinco horas en toda la ciudad. Demasiado denso. Demasiados detalles que se pierden. Delante de una lugar emblemático puede comprar la kipá (el gorro judío), un crucifijo, cerámica armenia, una bandera palestina o hacerse un tatuaje con la cara de Cristo.

Donde más a gusto estuve fue en el barrio armenio. Se podía disfrutar de él sin la pátina de los vendedores, sólo unos pocos y algún restaurante. Sus calles, con poquísimos turistas son de agradable paseo y escuchar a los niños recitar la lección en armenio resulta evocador.
Después de un par de horas por Jerusalén los edificios se mezclan en el recuerdo y es difícil separar cada uno de ellos, incluso viendo las fotografías y sabiendo el orden en que los vi resulta difícil poner cada cosa en su lugar.

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