martes, 27 de agosto de 2019

Israel. Mayo 2019. Jaffa.


Jaffa.

Tel Aviv, a pesar de ser una ciudad de reciente creación tiene un urbanismo caótico. Da la impresión de que cada uno ha ido construyendo allí donde ha visto un hueco y luego esquivando casas se han ido trazando calles o avenidas donde cabían. Nada más llegar a Tel Aviv me fui a conocerlo y paseando por la playa hacia el sur, después de unos cuantos kilómetros llegué a Jaffa, que está conectada urbanísticamente con Tel Aviv, aunque es una entidad distinta habitada fundamentalmente por palestinos. Jaffa es un remanso de tranquilidad a pesar de los muchos turistas que la transitan. Supuso el primer contacto con un Israel que es muchísimo más complejo de lo que pensaba. Las iglesias armenias, las sinagogas y las mezquitas compiten pacíficamente en un espacio reducido. Allí los musulmanes me invitaron a celebrar con ellos la comida al final de un día de Ramadán. Por sus calles me encontré con una comunidad de etíopes cristianos que habían sido acogidos como refugiados por los israelíes y que conformaban un colorido, por sus ropas y sus caras, extraño a mis prejuicios sobre Israel.

El Israel que llevaba en mi cabeza, y el instalado en muchas otras cabezas de quienes no lo han visitado, no tenía nada que ver con el que veía.
Lo que podía pasar como una tontería en otra ciudad, una especie de escenario con sillas que reproducían sonidos musicales de instrumentos distintos cuando te sentabas sobre una de ellas, me resultó esclarecedor de lo que me esperaba. Personas que no nos conocíamos, de distintos orígenes, nos íbamos sentando y entre todos conformábamos una orquesta internacional que dirigía cualquier niño que se ponía al frente.

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