lunes, 12 de noviembre de 2012

Santiago de Chile.

Tiene un aspecto descuidado y sucio. Me ha costado acostumbrarme a sus calles después de venir de la verde e impoluta Nueva Zelanda. Es como quitarte las gafas de sol que te hacían la mirada más cómoda y agradable.
Pero es cuestión de acostumbrarse. Sus calles sucias pasan a un segundo plano y la comunicación con los chilenos gana tantos puntos que oculta casi todas sus deficiencias. Tienen fama de ser ariscos y distantes. Quizás esa fama se deba a lo dicharacheros que son sus vecinos argentinos.
Es posible que no dé, o le cueste un poco, dar el primer paso para comunicarse, pero en cuanto está dado, aunque sea por mi parte, la comunicación comienza a ser fluida, interesándose por todo y siendo muy respetuoso. Por ejemplo, conocedores de la grave situación económica de España, no abordan el tema hasta que se les da pie y sobre todo lo hacen con sumo cuidado, no vaya a ser que te sientas molesto por la opinión negativa que puedan tener de tu país.
Prácticamente tienen pleno empleo y es muy común encontrar carteles por todo tipo de establecimientos poniendo “necesitamos garzón o garzona para trabajar en la bodega”, aunque muchos de los ocupados tienen empleos precarios o pequeñísimos negocios (un carro del supermercado que les sirve para servir comida) con los que subsisten.
Tienen inmigrantes procedentes de Perú, a los que no perdonan dos cosas, una un conflicto armado que tuvieron en el siglo XIX y la otra que hablen tan claro, despacio y modulando las palabras. Porque el chileno se precia de hablar muy rápido y comerse cuantas más letras mejor. La calma peruana los saca de quicio.

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