En un local muy modesto Arturo tiene una zapatería, de las
de fabricar zapatos artesanalmente, como un sastre de los pies. Me ha enseñado
sus modelos, a la vez que atendía a gente a la que vendía huevos, limonadas o
detergente. Estoy preparando un negocio alternativo para cuando me falle la
vista y no pueda seguir cosiendo el cuero de los zapatos.
Me ha advertido que tuviera cuidado por el lugar por donde
quería ir porque había rateros. Le he comentado que me hacían continuamente la
advertencia pero no me sentía inseguro. Me ha insistido en que debía tener
cuidado porque a los ladrones no se les perseguía porque el estado tenía
interés en mantenerlos para asegurar el sustento de los abogados. Extraña
teoría. Porque hace falta más orden. Yo, tanteando, le he dicho, pero no tanto
como con el Pinocho. Y entonces me ha contado su paso por las cárceles
pinochetistas.
Han sido muchos los relatos espeluznantes que me ha contado,
pero el más terrorífico ha sido el motivo de su detención.
Su padre era militar del ejército chileno, cuando Pinochet
dio el golpe de estado, su padre rehusó participar. Por ese motivo detuvieron a
toda la familia, el padre, la madre, Arturo y sus hermanos. Al tiempo sacaron a
la madre. Luego a los hermanos y más tarde al padre con la condición de que
firmara un documento en el que se comprometía a no participar en ninguna acción
contra el gobierno de Pinochet. El padre accedió a firmarla y salió en
libertad. Pero para garantizar que iba a cumplir lo firmado, dejaron a su hijo,
Arturo, en la cárcel. Así estuvo año y medio, sin ver ni saber nada de su
familia, sin una sola visita, sin ni siquiera una acusación de ser comunista.
Nada. Sólo como garantía. Las tres primeras semanas del encierro con la cabeza
vendada para que no pudiera ver a sus captores y carceleros. Tres semanas en
las que tenía que ir a los baños cuando se lo ordenaban con la mano puesta en
el hombro de otro preso formando una cadena de unos sesenta, que apoyando la
mano uno en el hombro de otro iban guiados por un carcelero al servicio. Arturo
me comentaba que a pesar del drama vivido no perdió el sentido del humor ni el
deseo de vencer la adversidad. Como para contar historia inventadas sólo hace
falta la luz de la imaginación, les narraba cuentos que improvisaba y que
provocaban algunas risas entre sus compañeros de ceguera y el desespero de sus
carceleros, pues mientras ellos tenían que trabajar, me contaba Arturo,
nosotros los presos nos divertíamos.
Han sido un par de horas de charla que él ha definido, y yo
lo ratifico, como un encuentro espectacular.
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