martes, 27 de noviembre de 2012

Vuelta a tocar el tambor


Cuando fundaron por segunda vez Buenos Aires tenían que elegir un patrón. Metieron todos los nombres de los santos en un saco y un niño extrajo el que debía serlo. Salió san Martín de Tours. Los españoles no consintieron que un santo francés fuera el patrón, así que volvieron a pedirle al niño que sacara otro y volvió a salir san Martín, vuelta a empezar y volvió a salir san Martín. Los españoles tuvieron que doblegar su orgullo porque vieron que los cielos y los santos no admitían otro patrón.
En noviembre se conmemora este acontecimiento con desfiles, bailes, trajes tradicionales y soldadesca española que representa a los colonizadores.
Todo discurre en la Plaza de Mayo,  la famosa plaza de las madres que aún siguen yendo los jueves y que ahora está ocupada por una vindicación de soldados que lucharon en la guerra de las Malvinas a los que el gobierno no reconoce su condición de combatientes. Una vez más las guerras y las guerras de las guerras y las guerras que dan las guerras. Llevan cinco años acampados en la plaza y cuando estuve yo habían iniciado una huelga de hambre hacía veintiún días.
Entre la gente, que cerca de los combatientes sin reconocimiento, celebraba a san Martín estaban los que vestidos de militares llevaban sus tambores. Tenía que ser, tenía que hacerlo, así que me toque un redoble alcañizano para dejar constancia de que doscientos años después todavía había un español tañendo tambores, esta vez de paz y amistad.
Entre los actos había juegos tradicionales. Juegos que eran los que tradicionalmente se jugaban en España hace doscientos años, como la taba, la rana, la herradura,… que ahora se han perdido y que los pueblos indígenas siguen conservando.

Mafalda


Pertenezco a la generación que hemos crecido con dosis de cristianismo, de marxismo, de anarquismo, de sueños y la dulzura rebelde de Mafalda.
Mafalda vive en mi casa y en muchas casas. También vive en mi recuerdo y en alguna frase que no sé si dijo, pero que la empleo como si la hubiera dicho.
Mafalda, a pesar de estar huérfana de padre, sigue viviendo en la imaginación, se siguen escribiendo frases en baldosas, que Quino, su padre, nunca puso en su boca. Está presente en pintadas que hablan de cómo Mafalda ve el mundo, a pesar de que hace días que no se asoma por la ventana de los ojos de Quino.
Y es que Mafalta tiene vida propia que ya no pertenece a su creador, sino que va naciendo y renaciendo en mucha gente que cree en ella.
Si me he hecho tantas fotos, no podía dejar de hacerme una con ella. Allí está, quieta, posiblemente hastiada de tanto turista que pretende inmortalizarla con una foto, cuando ella es inmortal. Me parecía mal no hacerme una foto con ella, en una esquina de San Telmo, a pocos metros de la casa donde nació. Quise ser delicado y me di cuenta de que todos los que hacían cola para posar con ella también lo habían sido, porque nadie había escrito una fecha y la estupidez de “yo estuve aquí”. 

domingo, 25 de noviembre de 2012

Los guaranís

Sofía, dieciséis años, con su hijo


Hablando con gente de la población de Iguazú me decía que era misionera. Al rato, hablaba con otra persona y también se me presentaba como misionera. Llegué a la conclusión que el Vaticano había enviado a una legión para evangelizarme, hasta que descubrí que estaba en la región de Misiones y todos sus habitantes son misioneros.
En esta misma región, cerca de Iguazú hay un poblado de guaranís, Iriapu, que según me dijeron quiere decir ruido de agua. Los guaranís son los antiguos  pobladores de estas tierras. Podría pensarse que están totalmente occidentalizados. No es así. Su modo de vida es muy semejante al que tenían hace 500 años. Han cambiado sus chozas por casas muy precarias de madera y hojalata, más cercanas a las chabolas que a una vivienda en condiciones. Es un poblado diseminado donde viven unas ochenta familias cultivando sus pequeños huertos y aunque vestidos a la occidental, con formas de relación y cultura propias y por lo que deduje poco influidas por una población, Puerto de Iguazú, que está a cinco kilómetros y que recibe unos 600.000 turistas anuales.
Hablaban despacio, como para no molestar, con monosílabos. Arrancarles una frase era una tarea ardua. Contestaban sí a todo, como para no llevar la contraria. Cada vivienda estaba separada más de cincuenta metros de la vecina en medio de una selva poco tupida con sendas que unían a los vecinos. No todos sus habitantes hablaban el español. Su lengua es el guaraní.
Por el camino me fui encontrando a niñas-madre que con dieciséis años y una sonrisa imborrable paseaban en brazos a sus retoños. Era otro mundo. Sólo alguno de ellos trabajaba en el pueblo, los demás tenían una economía de pura subsistencia con lo que les ofrecía la selva, el huerto y algo de artesanía que vendían.

Entrañable encuentro


En Iguazú he estado en un hostel, compartiendo  habitación con cinco más. Entre mis compañeros había una extraña pareja formada por un joven y una mujer madura que dormían en las literas de al lado. Intercambiamos algunas palabras, gente muy amable, pero que rompía mis esquemas de pareja.
Una de las noches, a la hora de la cena, me senté con ellos y se ha aclarado mi desconcierto. No eran pareja pareja, sino madre e hijo que estaban de mochileros pasando unos días de vacaciones.

Miriam y Lucas son habladores, tanto como yo. Eso explica que desde las ocho y media de la noche no parásemos de hablar hasta cerca de las dos de la mañana, cuando nos fuimos a dormir, pero sólo fue un pequeño descanso, porque a las siete y media, sin ninguna obligación ya estábamos en pie para seguir hablando y paseando por la ciudad.
Nuestros caminos, momentáneamente, se separaron, pero todavía tenemos muchas conversaciones pendientes que las nuevas tecnologías nos permitirán retomar y sin la pasión de estar al lado, con la frialdad y el calor de las palabras escritas, seguiremos teniendo una relación recién comenzada.
La política, las relaciones familiares, las ideologías pasadas y futuras. Son muchos frentes abiertos que necesitan mucho tiempo.
Suelo hacer fotos de todo el mundo para recordar, para volver a poner un perfil que con el paso del tiempo se va desdibujando en mi recuerdo. En este caso, fueron tantas las palabras que no tuvimos el tiempo necesario para que sonara el clic de la cámara de fotos.
Ya no recordaba que en un instante del desayuno sí hubo tiempo para las fotos con su cámara. Aquí está la inmortalización de un momento. 

viernes, 23 de noviembre de 2012

San Telmo



Mi domicilio durante mi estancia en Buenos Aires ha sido el barrio de San Telmo. Un barrio que recomiendo a cualquier visitante a esta ciudad. Cerca de muchas cosas del inmenso Buenos Aires e inmerso en una vida bohemia, cultural y tanguera envidiable.
Los domingos es todo un espectáculo pasear por sus calles partiendo de la plaza Dorrego. Un mercadillo, que además tuve la suerte de coincidir con un aniversario lo que supuso que hubiera mucha gente disfrazada para conmemorarlo.
El tango cantado y bailado. Las caras y los trajes de algunas personas que más que sacadas de una película, metían al paseante en su película. Gentes, gestos que sin duda los clasificas como tangueros.
Ya por la noche, agotado, cuando volvía a casa aún me deparaba el paseo una sorpresa. Había una pista de baile donde iban alternando tangos y milongas. Los argentinos tan entregados al servicio a los demás, me iban informando del protocolo empleado en los bailes de tango.
Suelen poner tandas de tangos o milongas de tres en tres cortadas por una canción que nada tiene que ver. El baile se considera como una especie de deporte en el que no hay relación social. Las personas eligen para bailar a una pareja que considera que se va a acoplar bien con ella, sin ningún interés en el flirteo propio de un baile. Nadie se niega a salir a bailar cuando alguien se lo pide. Puede haber parejas de hombres o mujeres. Cuando acaba la tanda, se busca otra pareja y se sigue disfrutando del ritmo del baile.
¡Cuánto daría por saber bailar tango! Tuve que conformarme con disfrutar viéndolos bailar.
Y otro disfrute magnífico, espectacular como dicen los argentinos, fue beber en el barrio de San Telmo una (en realidad varias) cerveza artesana. Un lujo.

Centro español de Buenos Aires


Por casualidad me topé con el centro español de Buenos Aires. Un edificio imponente, con todo tipo de detalles y gestionado por españoles que hace muchos años que han perdido cualquier atisbo de acento castellano.
Poco antes de entrar en el teatro del centro español en Buenos Aires
Había una actuación operística anunciada, así que con el deseo de relacionarme con compatriotas, y de escuchar música, me acerqué. La mala suerte quiso que hubiera un apagón en la capital y aunque la volvió a iluminar, los gestores del centro decidieron suspender el acto. Insistí que no tenía sentido la suspensión, pero dijeron que se había tomado la decisión. Al poco vino la muchacha que debía interpretar los arias y le comunican que se ha suspendido. La chica estuvo a punto de llorar. Así que volví a intermediar. Busqué soluciones, me brindé a encontrarlas, persuadí a la encargada de cultura con palabras razonadas y poco a poco se fue haciendo la luz, no sólo de la ciudad sino también de la actuación. Con un poco de retraso comenzó, la chica fue feliz y todos pudimos asistir a una magnífica velada.
Cuando pasaba al interior del teatro del centro español, la encargada cultural me dijo, “al fin lo hemos conseguido”. Sólo había que proponérselo, le contesté.
Previamente nos sirvieron una copa de cava catalán, que a todos nos presentaron como cava recién traído de España. No sé si fue un pecado, pero no lo oculto a pesar de que no hubo más testigos que ancianos españoles que no me cabe la menor duda que no me iban a delatar.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Cataratas de Iguazú

Esta foto la hizo mi fotógrafa particular Claudia
Ir hasta las cataratas resulta caro. Debes llegar en un vuelo doméstico, luego trasladarte en autobús hasta la población, luego volver a trasladarte hasta la parte brasileña o la argentina de las cataratas. Si es la parte brasileña todavía debes contratar otro autobús más. Y además hay que pagar una entrada que en Brasil y otra en Argentina, que no son baratas. Una vez allí se te olvidan los viajes, el tiempo y el dinero porque es algo espectacular. Son una de esas sensaciones en las que difícilmente encuentras palabras. Sólo diré que en la parte más espectacular que es “La Garganta del Diablo” hubiera querido quedarme indefinidamente, que me fui y volví sobre mis pasos para disfrutarla nuevamente y cuando volví a irme no quise girar la cabeza para no ver cómo me alejaba.
Al poco de comenzar mi andadura se me estropeó la cámara de fotos. Cabían dos opciones la resignación (cuando no había cámaras de fotos la gente igual iba y a su vuelta lo contaba o dibujaba por lo tanto voy a imaginar que soy un viajero del siglo XIX, me dije), o la imaginación.
Foto de mi fotógrafa Sol.  Ambas fotos, y otras más, son testimonio 
de su buena voluntad y de paso de mi paso por las cataratas.
Dejé el siglo XIX a un lado y eché mano de la imaginación. Como en otras ocasiones me dirigía a alguna persona para que me hiciera una fotografía. Me decían que bien, pero cuando esperaban que les dejara mi cámara para hacerla les decía, no con mi cámara no, con la tuya, la mía se ha estropeado. Esta es mi dirección de correo electrónico y cuando repases tus fotografías y te salga un viejo y feo te acuerdas de enviármela. Nadie se negó y así entre risas y charlas, mis fotógrafos desconocidos me fueron haciendo un álbum.
Carolina y Leonardo fueron los artífices de la foto y de la sonrisa.
Para viajeros que estén interesados les comentaré cómo fue mi viaje, porque aunque improvisado resultó muy interesante.
En Buenos Aires tomé (he aprendido a decir tomé por cogí) un avió sobre las diez de la mañana yendo en un autobús urbano baratísimo (30 céntimos de euro). Llegué sobre las doce al aeropuerto y me trasladé hasta el pueblo de Iguazú. Desde el pueblo, sin ir al hostel que había reservado tomé otro autobús para visitar la parte brasileña, que es menos espectacular y con un par de horas son suficientes para verla.

Al día siguiente fui a ver la parte argentina, para cuyo recorrido hay que calcular unas seis horas. Hicenoche en Iguazú y el día siguiente fui a ver una tribu de guaranís que están cerca de la población, lo que me llevó la mañana, y por la tarde volví en avión a Buenos Aires. Con dos noches disfruté de tres días maravillosos.

Conversaciones profundas

Para entablar una conversación profunda en Argentina sólo tienes que mirar a la cara durante diez segundos a cualquier persona. Nada de hablar del tiempo. Eso ya se ve y es común para todos. Al grano, a los problemas personales o sociales, que igual les da pasar de unos a otros, sin que haya mucha intimidad.
Irmangélica con su carga de empanadillas.
Miraba un plano para orientarme y se me acercó una mujer menuda montada en bicicleta ¿Qué querés? Me indicó dónde estaba el barrio Palermo, que era lo que buscaba, y me contó su viudedad desde hacía seis años y su novio alemán que tuvo cuando se celebraron los mundiales de fútbol y su pensión de cinco mil pesos que completaba vendiendo empanadillas por la calle con su bicicleta. Y cómo las amasaba y qué les ponía y lo caro que estaba el tomate. “Y todo lo hago porque mi abuelo, que fue quien me educó, me enseñó a trabajar siempre y no se estar ociosa porque con la pensión me sobra”. Y además tenía un apartamento en alquiler, ahora desocupado, porque los inquilinos anteriores se lo destrozaron. “Cobro seis pesos y medio por cada empanadilla, pero a vos os regalo una” Y soñaba con ir a España porque había visto reportajes y quería verlo y no descartó vender el apartamento que utilizaba para alquilar y así realizar sus sueños. Porque no tenía hijos, pues su marido era estéril y tenía suficiente para comer, a pesar de que el corralito les arrebató una buena parte de sus ahorros.
Y todo dicho dulcemente, sin iras contra inquilinos ni gobernantes, ni destinos.
Irmangélica, pronunciado todo junto, me deseó suerte y como no hacía uso de internet, allí acabó nuestra relación. yo camino de Palermo, ella a seguir vendiendo sus empanadillas. “Hace unos tres años las vendía en dos horas, ahora me puede llevar toda la mañana y no venderlas, aquí  las cosas no están tan bien como dicen”.
Poco después entré en una librería-restaurante muy hermosa. Cuando el librero me estaba buscando el libro que le pedí, se subió a una escalera y comenzó a decirme: ”¿Ves esta librería? Puede parecer hermosa al entrar, pero el nabo del arquitecto que la hizo no tiene ni idea de cómo construir. Esta escalera la tendría que haber puesto allá para que entrara más luz, estas estanterías deberían permitir moverse para poder acceder a ellas mejor. Y aún fue más idiota que puso esto en medio cuando lo lógico es que estuviera en la entrada, y el muy nabo e inútil…” y así me fue desgranando todas las firmas de incompetencia que había dejado el arquitecto. “Pero no sólo es este arquitecto, son todos arquitectos iguales ¿Sabés que es un arquitecto? Una persona que no ha tenido huevos a ser ingeniero y no tiene la delicadeza de un decorador”.
Ya más calmado me preguntó por la situación de España, que es brava, me dijo. Le contesté que había mucho desempleado y me dijo que no tener empleo era una forma de perder la identidad, porque conocíamos a las personas como Juan el carpintero, María la costurera, Francisco el herrero y si uno no tenía trabajo se quedaba sólo con una parte de identidad. “Y vos en qué trabajás? Me armé de valor y de humor, agaché la cabeza con resignación, tragué saliva para dar verosimilitud a mi personaje y le contesté carraspeando; arquitecto. Unos segundos de silencio. Me miraba a la cara y me respondió ¿sabés que le digo? Que no me achico, que mantengo todo lo que he dicho. Olé tus huevos me dije. Luego le expliqué que era broma, que no era arquitecto, pero le daba igual que lo fuera o no.  

Luego seguimos hablando amistosamente del libro que le había comprado pronosticándome que iba a disfrutar con su lectura.

Corrientes 348. Buenos Aires

Entre Daniel y Javier en Corrientes 348 con una placa
al fondo donde están los primeros compases del tango
Segundo piso ascensor. Así comienza el tango “y todo a media luz”. Estando en la calle Corrientes, ya que soy amante de escuchar tangos, no podía pasar por alto visitar la dirección. En uno de los lapsus que suelo tener, olvidé el número. Así que fui preguntando a kiosqueros y vendedores de flores si recordaban el número mencionado en el tango. Para mi sorpresa no sólo no recordaban el número, sino que tampoco sabían el tango.  Al final en una tienda de electrodomésticos (todo en la calle Corrientes), donde había seis vendedores desocupados los reuní en asamblea hasta que me dijeron el número que tres de ellos cantaron a coro.
Corrientes 348 es la puerta de un garaje sobre el que han puesto una placa. No era ni muy tanguero, ni romántico pero la ocasión merecía al menos una foto. Junto al número había dos hombres y les dije que si me la podían hacer. ¿Tú también vienes engañado por Corrientes 348? Pues sí, contesté. Esto no es lo importante de este edificio, si quieres ver lo importante sígueme. Pensé que había dado con la persona adecuada para enseñar los misterios del tango. Le seguí. Por un interfono habló con una persona para decirle que abriera el portón del garaje. Pensaba que iba a entrar en algún extraño antro, pero nos quedamos en la puerta y Pablo, que así se llama mi guía me preguntó ¿Habés visto vos alguna vez un portón que se abra tan rápido? Esto es lo realmente importante de este edificio. Cuando salí de mi asombro reí a gusto. Junto con Javier que le acompañaba y luego con Daniel, un taxista que se sumó más tarde, iniciamos una larga tertulia. Me explicaron que en la ubicación actual del edificio no era donde estaba el burdel del tango. Estaba en una calle angosta cuyos edificios fueron derribados para dar lugar a la más amplia calle actual.
Como los argentinos son dados a la cháchara y yo raramente la reúso allí estuvimos hasta que se nos hizo tarde, hora imprecisa en la que nuestros estómagos notaron la vaciedad.
Como hablamos de todo me recomendaron un libro “La cautiva” de Echevarría, para entender la formación de Argentina. Como soy disciplinado y me debo a mis amigos efímeros tanto como a los permanentes, al día siguiente fui a comprarlo a una librería y por ser breve ya lo he leído y entendido. 

El Colo Colo

Este aficionado al fútbol no es del Colo Colo,
 es del Wandfrers, aunque podría ser del
Morro Morro, pues está pidiendo dinero para
ir a ver a su equipo en el desplazamiento a otra
población. Lo extraño es que la gente le iba
echando monedas y pensaba que podía recoger
antes del partido el dinero que necesitaba para
animar a su equipo.
Cuando viajo llevo algunos regalos a casa. La verdad es que muy pocos porque para meter algo en mi diminuta mochila tengo que dejar ropa vieja o zapatos en el hotel, pero alguna cosilla llevo. A mi hermano Kike, gran aficionado al fútbol, siempre sé qué llevarle; una camiseta de un equipo de fútbol de alguna de las ciudades donde he estado.
Pensé que Santiago de Chile podría ser una buena opción para comprar una camiseta. No sabía los equipos de fútbol, pero comiendo en un restaurante vi cómo televisaban un partido en el que jugaba el Colo Colo y recordé el nombre de mis tiempos de juventud cuando seguía el fútbol. Casualmente al día siguiente me cogieron en auto stop unos aficionados del Colo Colo, así que me confirmé en mi decisión. Ese mismo día cuando estaba comiendo volvían a televisar un partido de fútbol y hablando con el camarero le comenté que el Colo Colo iba el primero. Cuando menté el nombre del equipo se puso una mano en el ojo. No entendí la expresión y le pregunté. Me dijo que lo veía mal al equipo con un ojo tapado. ¿Por qué? Porque es el equipo de Pinocho. Me contó que el estadio se lo había regalado Pinochet al equipo para tapar los muertos desaparecidos y torturados que estaban debajo del césped. La verdad es que me conmovió. Luego, preguntando más he sabido que Pinocho fue su presidente honorario y que desde el campo se podían escuchar los gritos de los presos que estaban siendo torturados.
El grito de guerra de sus adversarios de La Católica es “vamos a romper, vamos a romper el estadio de Pinochet”. Así que en este caso mi hermano se va a quedar sin camiseta chilena, porque la otra alternativa que me quedaba era La Católica y su nombre tampoco me decía mucho, o más bien me decía mucho.

La chorrillana

A pesar de mi oposición a todo tipo de guerra e invasión, vistos los resultados de que quien invadió colonizó e impuso sus costumbres y su lengua, ya puestos, los españoles podían haberse quedado con todo Estados Unidos y así permitir que por todas partes el español hubiera sido la lengua franca que hoy es el inglés.  Comunicar todo lo que quieres comunicar a otra personas es una ventaja que multiplica el goce de las relaciones de todo tipo.
Pero existen las diferencias y caminar por la calles chilenas supone ir aprendiendo palabras nueva, algunas en desuso en España, otras que nunca se han usado. No se tarda mucho en descubrir que al aguacate se le llama palta o que el melocotón es el damasco, o que las frutillas son fresas.
En Nueva Zelanda estuve con un chileno que me dijo que si iba a Valparaíso debía comerme una chorrillana. Como le dije que sí, fui obediente y pedí una para comer. No es un plato exquisito y además contiene carne, algo que consumo de tarde en tarde, pero me la comí. Sobre una base de patatas fritas se pone cebolla pochada con huevo y carne. Suele ser un plato para compartir con familia y amigos, del que cada uno va cogiendo sobre una fuente central. Como voy de viajero solitario, no compartí y tuve la suerte que me sirvieran una individual, ya que lo común es que sea como mínimo para dos personas. Así que di cuenta de la chorrillana que me sirvieron en Valparaíso, como también di cuenta de las paltas que comí, los schops (jarras de cerveza) que me bebí o los completos que me comí. Todo sea por la inmersión lingüística, que no gastronómica.

Cajón del Maipo


Como Chile es un país estrecho acorralado por los Andes hacia el mar, a pocos kilómetros de Santiago puedes estar en la playa o en la montaña.

Hacer una caminata por los Andes era una buena opción para un par de días. Me hablaron muy bien de una zona denominada el Cajón del Maipo. Y que partiendo de San José de Maipo podría hacer varias excursiones. En el autobús viajé con un chileno que me dijo que iba a menudo a realizar excursiones por la zona. Me recomendó una que podría hacer en un par de horas y por la tarde me podría ir hasta otro lugar cercano a ver unas cataratas.
Con sus recomendaciones inicié la ascensión a La Lagunilla, tranquilamente pensando que un par de horas de ascensión y algo menos de bajada tampoco requerían demasiado esfuerzo. Cuando llevaba dos kilómetros un gran letrero me indica que a La Lagunilla faltaban 16 kilómetros. Dudé, pues significaba 18 kilómetros de subida y otros tantos de bajada. Pero como iba recomendado continué. A los pocos kilómetros la vegetación se hizo escasa, el sol abundante y el paso necesité que fuera acelerado si quería estar de vuelta antes de la noche. En el kilómetro cuatro un perro me aguantó el ritmo dos kilómetros. En el kilómetro seis encontré unos ingleses que estaban igual tan engañados como yo que me siguieron durante otros dos kilómetros. Luego ya continué solo, esperando que el final fuese magnífico.  Los 16 kilómetros resultaron ser cerca de 19 (estaban marcados) y el final eran una docena de chopos. Nada más. Realmente frustrante. El sol era justiciero y como es normal en mi no llevaba agua. Y me quedaban más de 19 kilómetros de vuelta porque hasta la base me habían llevado en coche y luego debería volver hasta el pueblo que estaba más lejos.  Menos mal que  otros seres más inteligentes que yo habían subido en coche, les pedí si me podían bajar, a lo que aceptaron gustosos, me ofrecieron un refresco que acepté y aunque me dijeron que bebiera lo que quisiera, sabiendo que si agarraba la botella de dos litros no iba a dejar ni el plástico, les dije que no.  Bajando nos encontramos con los ingleses que aún les faltaban cuatro kilómetros y les dije que arriba no había nada que ver, que se volvieran. Luego me los encontré tuvieron suerte y una furgoneta los bajó poco tiempo después.
En busca de un refrigerio para el sediento peregrino. 
Luego me bajaron hasta donde había salido.
Cuando pedí agua en una oficina de información que había en el pueblo y les dije que había subido a Las Lagunillas, enseguida se lo fueron diciendo el uno al otro como algo memorable para escribir en los anales de la información turística.
Había pedido agua del grifo y no me entendieron. ¿Agua de dónde? Del grifo. No te entiendo me respondieron con cierto nerviosismo. Fueron necesarias unas cuantas explicaciones. El grifo en Chile es la llave. Pues agua de la llave.
Por la tarde me encaminé hasta San Alfonso para ver las cataratas, al menos vería algo que tiene el éxito asegurado. Me cobraban por entrar a verlas y luego tenía que contratar obligatoriamente un guía. Me pareció un abuso y además estaba cansado, así que me volví a Santiago y lo que iban a ser dos días en los Andes se convirtieron en una caminata nada placentera de uno solo.

Valparaiso



Que las ciudades no tengan historia influye notablemente en qué consideran importante o no. Hay ciudades sin historia, como Niuyork, que son un faro, pero otras, sin su dinamismo no son tan atractivas.
Valparaíso es una ciudad bonita, aunque nada espectacular. Su mayor atractivo son los cerros por donde suben las calles con casas pintadas en colores vivos y distintos. Tiene otro atractivo, quizás el más interesante, y es la gran cantidad de estudiantes que cobija de distintos países, lo que la hace viva, joven, dinámica y con bares repletos de vida. Los estudiantes franceses son multitud.

Pero Valparaíso tiene un gran pecado imperdonable, sus cerros están mirando al mar, pero vive de espaldas al mar. Lo han vallado, su acceso se hace casi imposible. Una vía pública de dos carriles, una valla de dos metros de altura, dos vías de ferrocarril y una nueva carretera, son los obstáculos para llegar a un mar donde te encuentras con embarcaciones hundidas que asoman sus huesos pidiendo que alguien las saque de un ahogo eterno. Las que flotan son buques de guerra y mercantes que afean horriblemente el horizonte.  Sobre los restos de naufragios y de cemento abandonado toman el sol las focas para mostrar que a pesar de todo también hay vida.

Los perros en Chile

El Seterín del Cerro de Santa Lucía en Santiago de Chile.
Si hace un año, cuando estuve en Atenas, me sorprendió l cantidad de perros vagabundos que circulaban por sus calles como una parte más de su paisaje, nada tiene que ver con la enorme cantidad de perros vagabundos que hay en Chile.
Miles de perros, generalmente en grupos de cuatro o cinco, unos hermosos, otros sarnosos, unos que invitan a pasarles la mano por el lomo, otros que producen rechazo por temor a que te inoculen directamente alguna enfermedad, grandes, chicos, limpios, sucios, con un pañuelo o una bufanda al cuello que alguien les ha puesto y pasean con dignidad, alegres, vagos, juguetones, perseguidores de motos y bicicletas, dormilones,… en general todo tipo de perros imaginables y algunos más.
Son un problema que únicamente intentan atajar algunos proteccionistas esterilizándolos, pero que no tienen el apoyo de nadie, por lo tanto sus frutos son casi nulos.
Un ayuntamiento para “solucionar” el problema los “sacrificó”, pero una asociación de defensa de los animales, lo denunció y el ayuntamiento tuvo que pagar una enorme sanción.
Así, que en el limbo legal, a sus anchas, imponiendo su ley, eso sí pacíficamente, deambulan por doquier.
Yo he tenido dos “Seterín” (es un nombre que todavía no recoge la R.A.E. pero es cuestión de tiempo), es decir perros que te encuentras y sin saber por qué, ni como, al cabo de un tiempo te das cuenta que te siguen. De la misma forma en un momento desaparecen. (Es una de las muchas aportaciones de los ilustrados de La Vuelta al vocabulario castellano. Hay una entrada en este blog de hace un par de años).
Pues yo he tenido dos. El primero fue mi compañero en la ascensión al cerro de Santa Lucía en Santiago de Chile. El segundo me fue siguiendo durante un par de kilómetros cuando ascendí a Las Lagunillas en los Andes.

Arturo, un represaliado por Pinochet


En un local muy modesto Arturo tiene una zapatería, de las de fabricar zapatos artesanalmente, como un sastre de los pies. Me ha enseñado sus modelos, a la vez que atendía a gente a la que vendía huevos, limonadas o detergente. Estoy preparando un negocio alternativo para cuando me falle la vista y no pueda seguir cosiendo el cuero de los zapatos.
Me ha advertido que tuviera cuidado por el lugar por donde quería ir porque había rateros. Le he comentado que me hacían continuamente la advertencia pero no me sentía inseguro. Me ha insistido en que debía tener cuidado porque a los ladrones no se les perseguía porque el estado tenía interés en mantenerlos para asegurar el sustento de los abogados. Extraña teoría. Porque hace falta más orden. Yo, tanteando, le he dicho, pero no tanto como con el Pinocho. Y entonces me ha contado su paso por las cárceles pinochetistas.
Han sido muchos los relatos espeluznantes que me ha contado, pero el más terrorífico ha sido el motivo de su detención.
Su padre era militar del ejército chileno, cuando Pinochet dio el golpe de estado, su padre rehusó participar. Por ese motivo detuvieron a toda la familia, el padre, la madre, Arturo y sus hermanos. Al tiempo sacaron a la madre. Luego a los hermanos y más tarde al padre con la condición de que firmara un documento en el que se comprometía a no participar en ninguna acción contra el gobierno de Pinochet. El padre accedió a firmarla y salió en libertad. Pero para garantizar que iba a cumplir lo firmado, dejaron a su hijo, Arturo, en la cárcel. Así estuvo año y medio, sin ver ni saber nada de su familia, sin una sola visita, sin ni siquiera una acusación de ser comunista. Nada. Sólo como garantía. Las tres primeras semanas del encierro con la cabeza vendada para que no pudiera ver a sus captores y carceleros. Tres semanas en las que tenía que ir a los baños cuando se lo ordenaban con la mano puesta en el hombro de otro preso formando una cadena de unos sesenta, que apoyando la mano uno en el hombro de otro iban guiados por un carcelero al servicio. Arturo me comentaba que a pesar del drama vivido no perdió el sentido del humor ni el deseo de vencer la adversidad. Como para contar historia inventadas sólo hace falta la luz de la imaginación, les narraba cuentos que improvisaba y que provocaban algunas risas entre sus compañeros de ceguera y el desespero de sus carceleros, pues mientras ellos tenían que trabajar, me contaba Arturo, nosotros los presos nos divertíamos.
Han sido un par de horas de charla que él ha definido, y yo lo ratifico, como un encuentro espectacular. 

domingo, 18 de noviembre de 2012

El animita de Romualdito

Las ánimas
Un fenómeno muy curioso, que sólo he visto en Chile, pero que presupongo que existirá en otras partes de Hispanoamérica es el de las ánimas. Son almas de personas a las que nadie considera santos y nadie pretende que lo sean, pero que obran milagros sobre los creyentes. Están vinculadas al catolicismo. Ocupan lugares en la calle, generalmente donde murieron y a ellas van a rezar para pedir intercesión ante dios con el fin de que consigan los objetivos que los mortales no pueden conseguir por sí mismos.
El lugar donde son venerados está lleno de humo producido por las velas encendidas en altarcillos improvisados, con alguna hornacina de poco gusto y con muchas placas donde las personas que han conseguido los favores de las ánimas muestran su agradecimiento. A todas las horas del día hay personas rezando, pidiendo, ofreciendo o encendiendo velas. Están en plena calle.
En la imagen los altares callejeros de Romualdito, parece que es la animita más popular de todo Chile, que según me contaron fue un niño que había estado enfermo de tuberculosis, salió del hospital con un abrigo y cuando se dirigía a casa unos ladrones le asaltaron para robarle el abrigo y lo mataron. Eso ocurrió sobre 1930. No tenía más mérito, no había llevado una vida ejemplar, no se investigó sobre su vida, sólo que poco tiempo después se le fueron atribuyendo milagros y este es el resultado.

Los lobos y el Pacífico


A primera hora de la mañana me he ido a bañar en las playas de Valparaíso. En el Pacífico. Todos me habían advertido que no lo intentara porque el agua estaba helada. Pero el reto era bañarme en noviembre y hacerlo en el Pacífico.
He llegado a la playa, me he quitado la ropa y la he dejado con la cámara de fotos sobre la arena mientras me iba a meter al agua. Enseguida un grupo de jóvenes, uno de los que me ha hecho la foto, me ha advertido de que no podía dejar la ropa y la cámara sin vigilancia porque había muchos lobos (ladrones) ¿vosotros sois lobos? Por supuesto que no, me han contestado. Entonces ¿cuál es el problema? Me han insistido en que había muchos lobos.
Cuando ya me iba, ha venido a mi encuentro un hombre que estaba en la playa con seis de sus ocho hijos (todos varones) y me ha dicho que cómo se me había ocurrido dejar la cámara y la ropa sin vigilancia. Que había muchos lobos. Pero como él tampoco era lobo, no ha habido ningún problema, pero eso sí me ha contado sus andanzas como soldado de Pinochet y luego como soldado en Irak donde vio atrocidades “que nunca he contado a nadie, ni contaré a mis hijos”, pero que a mí, como me lo llevaré para España y nunca nos volveremos a ver, me ha contado.
Por la tarde, dos amigos más que he hecho y que me querían bien, han vuelto a prevenirme sobre la presencia de lobos.
Imaginad qué ha pasado. Que todo eran corderos. 

Pancho y el tren más lento del mundo.


Pasear sin duda tiene grandes ventajas, además de las físicamente saludables. En Valparaíso he tomado el camino equivocado. En vez de ir hacia la zona céntrica, me he adentrado en la playa hasta llegar a una zona abandonada, fea, de raíles frente al mar. En la valla que separa la valla de la playa y de las vías había un hueco, como una puerta mal hecha con un cartel en un vagón que decía “Suba al tren más lento del mundo”. Parecía un cartel escrito por Michael Ende o por Ruiz Zafón. He entrado. Y he sido transportado en el tren más lento del mundo a otra realidad. La realidad de unos vagones desvencijados, viejos, rotos, con un aspecto de abandono hasta el punto que se habían acumulado en su interior objetos inservibles, basura, pero además era un bar. Un bar con un extraño encanto, porque a pesar de parecer un basurero también tenía un piano y un pianista, que podía ser sustituido por cualquiera que quisiera hacer sus pinitos y quien lo hacía, un francés, lo estaba haciendo muy bien.
El brazo que se ve es el de Pancho. El fotógrafo
francés no me entendió cuando le dije que nos
sacara a los dos.
En un vagón, sentados sobre unos asientos inmundos estaban cuatro franceses y un chileno, Pancho. Estudiantes todos. Y yo que no pierdo ocasión de hablar, tenía que hacerlo con ellos. Ha sido principalmente con Pancho, estudiante de política internacional, aunque el estado lo considera como un indigente. Como no trabaja no tiene cobertura de la sanidad pública y como tiene más de 23 años, no puede estar bajo la protección sanitaria de los padres, así que para la salud Pancho es un indigente.
Comenzamos una conversación de varias horas, con su largo, larguísimo paseo incluido, con un repaso a los sistemas de enseñanza, sanidad, jubilación, situación laboral y cientos de temas más. Con repaso a nuestras vidas y andanzas, con consejos suyos sobre mi próxima estancia en Argentina y con un interesante paseo por la parte alta de la ciudad, por encima de las cuestas que visitan los turistas. Viendo otro Valparaíso muy distinto al de las postales o al que está declarado como patrimonio de la humanidad.
Muy interesante, agradable y enriquecedora su compañía. Me invitó a cenar a su casa, además con la disculpa de que sólo tenía pasta, como si fuera cosa de estudiantes con pocos recursos. No fui a cenar, porque me parecía que estaba interfiriendo demasiado en su vida (a esa hora ya habíamos perdido a los franchutes) y más tarde había quedado con ellos para ir a una discoteca. Pero aún me dejó tareas para el día siguiente diciéndome qué debería visitar y en que orden, dónde debía comer y el qué. También es una de esas amistades, a pesar de la diferencia de edad, que creo que perdurarán. 

Mote con huesillos

Las comidas son distintas en Chile. Hace falta una inmersión cultural previa para saber qué vas a comer. Además algunas palabras de uso común aquí tienen su variante. Así una cerveza es un schop que se compra en una botillería y se puede consumir en la schopería.
El aguacate, que forma parte de muchas recetas, es la palta y a una mujer le puedes pedir un completo por que te va a cobrar menos de un euro. Un completo es un perrito caliente con salsas.
Por las calles hay por todas partes puestos callejeros donde te pueden hacer desde un asado de carne sobre un carrito de la compra, a comidas más elaboradas que se consumen a todas horas y son una forma muy barata de comer.
Para refrescarse se toma mote con huesillos. Te ofrecen un vaso por menos de un euro que está compuesto de zumo de una fruta llamada damasco (melocotón), tropezones de fruta y cereal en grano. Está muy bueno y es muy refrescante.
Antes de tomar mi primer mote con huesillos, me he acordado de lo mal que lo pasé en Irkutsk cuando tomé un kvac (en este mismo blog, en una entrada de mi viaje a Rusia lo cuento), cuando me entraron unas incontrolables cagaleras. Así que primero he buscado un lugar donde poder ir al baño y luego me he comprado el mote con huesillos. Ha estado bien prevenir, pero no ha habido necesidad. Además, exquisito. 

viernes, 16 de noviembre de 2012

El uso de la tarjeta de crédito

Tanto en Nueva Zelanda como en Perú está muy extendido el uso de la tarjeta de crédito. Muchísimo más que en España. La compra de una barra de pan se paga con tarjeta en el establecimiento más humilde.
Ver pagar el consumo de un cerveza en el bar resulta chocante las primeras veces. Pero al final acaba siendo una medida para controlar los borrachos. Porque cuando tienen problemas de introducir la tarjeta en la ranura es el momento en el que se debe decir basta a la bebida y aunque a duras penas y con ayuda puedas meter la tarjeta, marcar el pin para un borracho ya es una prueba de habilidad tan grande que si no la pasas estás condenado a salir del establecimiento o permanecer sentado esperando a que recuerdes el pin y seas capaz de teclearlo.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Santiago de Chile.

Tiene un aspecto descuidado y sucio. Me ha costado acostumbrarme a sus calles después de venir de la verde e impoluta Nueva Zelanda. Es como quitarte las gafas de sol que te hacían la mirada más cómoda y agradable.
Pero es cuestión de acostumbrarse. Sus calles sucias pasan a un segundo plano y la comunicación con los chilenos gana tantos puntos que oculta casi todas sus deficiencias. Tienen fama de ser ariscos y distantes. Quizás esa fama se deba a lo dicharacheros que son sus vecinos argentinos.
Es posible que no dé, o le cueste un poco, dar el primer paso para comunicarse, pero en cuanto está dado, aunque sea por mi parte, la comunicación comienza a ser fluida, interesándose por todo y siendo muy respetuoso. Por ejemplo, conocedores de la grave situación económica de España, no abordan el tema hasta que se les da pie y sobre todo lo hacen con sumo cuidado, no vaya a ser que te sientas molesto por la opinión negativa que puedan tener de tu país.
Prácticamente tienen pleno empleo y es muy común encontrar carteles por todo tipo de establecimientos poniendo “necesitamos garzón o garzona para trabajar en la bodega”, aunque muchos de los ocupados tienen empleos precarios o pequeñísimos negocios (un carro del supermercado que les sirve para servir comida) con los que subsisten.
Tienen inmigrantes procedentes de Perú, a los que no perdonan dos cosas, una un conflicto armado que tuvieron en el siglo XIX y la otra que hablen tan claro, despacio y modulando las palabras. Porque el chileno se precia de hablar muy rápido y comerse cuantas más letras mejor. La calma peruana los saca de quicio.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Sentirse gringo en Santiago

Que en nuestras carreteras poga stop,
en vez de PARE es un buen motivo
para ser gringo.
Hay muy poco turismo en Santiago de Chile y la mayoría es brasileño. A mi me tienen como un gringo siendo sorprendente que aun hablándoles en mi español de España siguen creyendo que soy gringo.
Algunos ejemplos. Una mujer me ofrece sus servicios (de tarjetas de telefonía móvil). Le respondo que no estoy utilizando el teléfono móvil y no me interesa, me insiste un poco y le voy a contestar que en Chile hablo cara a cara, pero antes de acabar me interrumpe para decirme, ah que usted habla en inglés.
A dos jóvenes les pido que me hagan una foto, una de ellas me la hace y cuando me va a devolver la cámara, dando muestras de su facilidad de comunicación con un gringo, me dice en inglés, que si solo una, que si no quería hacerme otra. Le contesto en español, que sí, que solo una, pero sigue entendiendo mis palabras como inglesas y se despide en la lengua de Secspir.
Palacio de La Moneda
La última. Una mujer está ofreciendo cursos de inglés a todos los que pasan por un pabellón de la feria del libro. Me ofrece el curso. Me digo esta sí que me ha calado pronto mi desconocimiento. Pero me lo había ofrecido mecánicamente. Le contesto que no me interesa, que estoy de paso y me pide disculpas, ah, perdón, perdón, que usted ya habla inglés. Le digo que no, que hablo español y me sigue pidiendo perdón y riendo mi supuesta gracia. 


Más cosas de este tipo me han pasad, pero son redundancia.

lunes, 5 de noviembre de 2012

El día más largo de mi vida.

Casa de Hug donde me he levantado en este larguísimo día.
No ha sido una pesadilla, más bien todo lo contrario. Eso sí, agotador.  Pero ha sido largo para empezar porque he salido de Auckland a las cuatro de la tarde en avión y he llegado a Santiago de Chile a las once de la mañana del mismo día. Es decir que según el calendario, cuando he llegado a Santiago todavía me faltaban cinco horas para coger el vuelo.

Resumiendo. Me he levantado a las siete, he salido a las cuatro de la tarde, he viajado once horas en avión, he llegado a las once de la mañana a Santiago y me he acostado a las diez de la noche. En total un 29 de octubre que he tenido de 31 horas despierto, activo, siempre de día, desde que me he levantado hasta que me he acostado. Eso sí, he perdido toda la noción espacio tiempo ubicación.
El largo día lo he comenzado con una charla con Hug, que en un momento determinado la hemos agilizado utilizando el traductor de google para hacerla más fluida y profundizar un poco. Quería que fuésemos a ver unos grandes árboles, pero estaba lloviendo y al final hemos desayunado juntos, he jugado con el perro y me ha llevado hasta la parada del autobús. Esperando ha llegado, a pie, el conductor que me ha reconocido porque era el mismo que me había traído el día anterior. Es maorí de voz profunda y trato muy afable. Hemos estado hablando un rato mientras llegaba el autobús, que él debía recoger para relevar a su compañero. Cuando he bajado me ha despedido con “que tengas un buen viaje amigo mío” que me ha emocionado.
Primeras imágnes de Santiago. Escuchar hablar la gente en
español no tiene precio. Aunque haya que aprender nuevo
vocabulario, como el de la botillería (donde venden botellas).
He comido en Auckland. Todavía me ha dado tiempo a realizar una compra que necesitaba. He cogido el autobús hasta el aeropuerto en una churrería, que hacía los churros como en Madrid, aunque la dependienta se ha apresurado a decirme que no hablaba español.
En el aeropuerto, en las filas que hay que hacer, porque te registran tanto que parece que te quieras llevar alguna isla en el equipaje, he conocido a una argentina que me ha amenizado la espera contándome su vida, sus viajes y dándome un repaso sobre la actualidad política argentina, además de emplazarme a una protesta de indignados que va a haber en Buenos Aires el día 8 de noviembre.
Antes de salir había un nuevo control policial que hacían aleatoriamente a uno de cada cuatro o cinco viajeros. ¿A quién le ha tocado la china? Efectivamente. Así que me han mirado hasta entre los cabellos para encontrar rastros de no sé qué.
Once horas de avión en la que las azafatas y azafatos le preguntaban a todo el mundo si hablaban español para dirigirse a ellos en ese idioma. ¿A todos? No. A mi se me dirigían siempre en inglés, con las ganas de comunicarme que tenía. Así que me he visto obligado a protestar, pero no ha servido de nada, me hablaban en inglés.
Había comprado unas semillas de habas neozelandesas para plantarlas en mi huerta. Quería decir a mis vecinos hortelanos que esas habas eran de Nueva Zelanda. Pero ya en el avión me han dado una nota que decía que nada de semillas. No he hecho caso. Luego por los micrófonos han dicho que recordaban que no se podía entrar no sé cuántos miles de dólares y nada de semillas. Me he dicho, pensaré si las declaro. Luego nos han puesto un vídeo diciendo que si metía una semilla me podían sancionar con hasta no sé cuántos millones de pesos. Así que en la declaración he puesto que llevaba unas semillitas.
A pasar el control exclusivo para delincuentes que intentan pasar unas semillas de haba. Se había roto la bolsa que contenía las semillas. Por supuesto era un elemento peligrosísimo. Con el encargado de aduanas registrando todo el equipaje, vaciando el interior de mis zapatillas, por las que se había colado alguna semilla, hasta que no ha quedado ninguna. Y yo mientras diciéndole que eran para mi huerto, que tenía un huerto y quería unas habas de las antípodas. Al final se ha compadecido de mí y ha ido a consultar con sus superiores. Los superiores le han dicho “ni un haba, tontolaba”. Me ha dicho, ya ha visto que lo he intentado.
Al poco tiempo de llegar ya estaba en la plaza de Las Armas,
lugar de encuentro de turistas, chilenos, comediantes, payasos
y rateros.
He llegado a casa de Nitza, que es la mujer que me va a acoger, en este caso previo pago, durante mi estancia en Santiago. En diez minutos me ha contado su vida, su decepción por haber perdido las elecciones municipales su candidato, la estrategia de invitar a comer a su hijo y a su novia (que son rojos) para que no fueran a votar, su vida, su trayectoria vital, sus estudios, su trabajo, las estrategias de trabajo, la vida de sus padres, el momento en que abandonó su casa a los 17 años. Y de vez en cuando me decía y no sé cuándo se torció la educación de mi hijo para que se volviera rojo.
Me he ido a comer, y era la cuarta comida que hacía ese día (la de Auckland, las dos del avión y esta) y como un zombi he dado mis primeros pasos por Santiago, he platicado con transeúntes, he disfrutado hablando en español entendiéndolo (casi) todo.
Y ya haciéndose de noche, he encontrado una peluquería que por poco más de un euro te cortaban el pelo. Yo que viajo sin peine y por lo tanto debo mantener mi pelo corto para no parecer un haragán, me he dicho que a darme un corte de pelo que ya me estaba creciendo. Era una academia y los alumnos experimentaban contigo. Como hay poco que experimentar con mis pelos he accedido con la condición de que si tan mal quedaba me iban a pagar un sombrero. No ha habido necesidad de sombrero. He cenado en un puesto callejero por algo así como 50 céntimos de euro (poca cosa que ya iba bien comido) y me he ido a casa. Mi jornada de 31 horas de luz concluía. Pensaba que dormiría hasta no sé cuándo. Pero me he despertado a la hora que hubiera correspondido al día anterior. Vamos que sólo he dormido cinco horas. Así que he iniciado otra jornada a las tres y media de la madrugada.

Sorpresas para agradecer


Paseo que dimos por la playa en un día lluvioso

Merendando fisandchips, que me dijo Hug que era algo tradicional
Estaba decidido a que el día transcurriera con calma. A tener un día de no hacer nada. Todavía ningún día he llegado a estar siete horas en la cama. Después de tanto patear, un día de calma chicha. Me he levantado tarde, las ocho de la mañana, he desayunado tranquilamente, me he dado a la lectura y a la consulta de internet. Había quedado con un neozelandés que me iba a acoger en su casa y he dudado de ir, pues está en un barrio alejado y no tenía ganas ni de coger el autobús. Pero finalmente me he decidido. Y la sorpresa, agradable sorpresa estaba por llegar. Mi futuro amigo, Hug, me ha tomado como un miembro de su familia al que no ve hace tiempo. Me ha llevado a ver a una de sus hijas. Me ha enseñado lugares recónditos de las afueras de Auckland, me ha dado explicaciones de geografía, música, geología, historia, botánica y fauna (todo en inglés por supuesto), me ha puesto en contacto por teléfono con un peruano para que me desahogara hablando en español, me ha invitado a un estupendo helado de té verde y luego me ha dicho que algo tradicional era comer pescado con patatas fritas en un banco mirando al mar. Así que eso hemos hecho.
Luego hemos cenado, hemos estado hablando hasta tarde, que era cuando su ordenador le decía a modo de despertador Hug, que son las diez de la noche. Y así ha finalizado una jornada que la he presentado tranquila y ha finalizado muy entretenida y curiosa por todas las visitas guiadas de lo más variopintas.

Mochilero de nuevo


Este es todo mi equipaje para viajar por el mundo.
Muchos no entienden cómo en esa pequeña
mochila (del Tragamillas) cabe tanto.
De vuelta a Auckland no tenía dónde dormir. Así que he mirado una habitación individual en los primeros alojamientos que me he encontrado. No tenían. Un neozelandés me ha venido, son muy amables, y me ha preguntado que si me podía ayudar. Estoy buscando algo para dormir esta noche. No te preocupes, yo te llevo. Con paso decidido me ha ido guiando por diversas calles. Mi guía iba con un carro de los super y una maleta dentro. Hablando me ha preguntado por dónde vivía habitualmente y le he dicho que en España, aunque la pregunta era tonta, le he dicho ¿y tú? Y me ha respondido que en la calle. ¿En la calle? Si, desde hace unos meses, a la vez que iba saludando con cordialidad a otros que vivían en la calle con afabilidad.
Me ha guiado hasta un albergue de mochileros. He pedido una habitación individual y no tenían. Como no tenía ganas de ir buscando más le he dicho que compartida. Y he tenido como compañeros de habitación a tres chicos y dos chicas. Un ambiente de olorcillo controlado a pies y cierto aire de camaradería con el abuelete. Un chileno que estaba en la habitación me ha informado de todo lo que podía ver en Chile cuando vaya. Me ha contado sus aventuras por Australia, donde está trabajando desde hace un mes en una plantación de kiwis. Me ha dado también instrucciones de cosas que hacer en Auckland, aunque ya había estado y se me ha ofrecido a darme todos los consejos necesarios cuando llegue a Santiago.
Parte del aspecto que presentaba la habitación compartida.
Así que siguiendo sus consejos he tenido una tarde de lectura en la playa y un paseo por otros de los innumerables parques que tienen por doquier. Y se me han hecho las tantas cuando volvía a mi habitación compartida. He pensado que llegando tan tarde iba a molestar a mis compañeros que estarían durmiendo. No he molestado a nadie, pues he sido el primero. No estaban dormidos que estaban de parranda.

Conductores de autobús en Nueva Zelanda

Este es un autobús anfibio. Después de pasear a los turistas
por el medio de un lago, los lleva de regreso a sus hoteles.
El lago el Lago Azul en las cercanías de Rotorua, Nueva Zelanda
No creo que pasen ninguna prueba común a todas las compañías de autobuses. Seguro que no.  Pero es muy fácil ver su patrón de comportamiento. Son gente amable, dispuestos a ayudarte, comunicadores cuando les preguntas por algo, colaboradores cuando llegas a tu destino. Reúnen buenas condiciones.
Pero lo que les hace especiales es que les gusta más un micrófono que un corral a las moscas. Todos llevan un micrófono junto al volante, ya sean urbanos o interurbanos, y en cuanto les das un poco de confianza, es decir en cuanto les compras el billete, se crecen y comienzan a hablar por el micrófono indicando estaciones, monumentos y haciendo chascarrillos continuamente, que yo no entendía pero que la mayoría de los pasajeros del autobús corea con risas. 

domingo, 4 de noviembre de 2012

Moquero y pan con tomate




Sabida es la forma que tenemos algunos aragoneses de llamar alguien como “chico”, pero gritando. Echamos tantas ganas en la última sílaba del grito, que sólo se puede percibir “co” Yo tenía un amigo que utilizaba esta expresión tan a menudo que perdió el nombre y todos lo conocíamos como “Co”. Es una de las aportaciones imprescindibles del aragonesismo a la simplificación mundial de las palabras y los significados.
Esta introducción sirve para adelantarme a los tiempos. Algo muy nuestro es el moquero. Yo lo suelo llevar cuando viajo. Es muy útil y quiero dejar aquí constancia de que es un invento bajoaragonés, antes de que algún foráneo se lo quiera apropiar. Porque el moquero es una herramienta imprescindible para afrontar casi cualquier adversidad, sobre todo cuando se viaja.
El moquero puede ser elegante si se lleva con distinción, como un dandi bajoaragonés, en sustitución del corbatín. Se deja entrever el nudo para así dejar intuir que puede llegar a abrigar hasta el melico.

Se puede ser un poco más bohemio, incluso aficionado a las motos de fin de semana y se puede dejar con la punta ladeada mostrando cierto desenfado, rebeldía y desafío. Puede servir incluso para moteros de mobilete.

Con más desdén, uno puede parecer hasta un intelectual con cierto aire de desorden, que eso le hace a uno más interesante y de meninges más gruesas. Con un libro delante ya es sublime.

Ante un apuro contaminante, uno se lo sube, tapa su boca, sus fosas nasales y puede andar por la ciudad esquivando el maloliente mundo de la polución.

En esa misma situación, para los más desesperados, o los más sivergüenzas, puede ser útil en las tareas de un atraco. Es la parte menos recomendable de su uso.

En un día de calor se hace imprescindible. Primero por algo tan elemental, como que puedes dejar el sudor en el moquero sin que la huella de los churritones mancille tu cara. Pero también en un día de calor, si lo mojas en una fuente de agua fresca y luego lo anudas al cuello pasa a ser el mejor refrescante que jamás se haya  inventado.


Y si en ese mismo día de calor tienes que trabajar al sol o hacer una larga caminata, le haces cuatro nudos, el último sirve para ajustar, y ya tienes una gorra ajustada perfectamente a tu cabeza, con el cuarto nudo, que mitiga los suplicios de la canícula.
¿Y si tienes mal la garganta y necesitas algo de abrigo? El moquero  es también la solución. A modo de fina bufanda lo anudas a tu cuello y ni san Blas mitiga los dolores mejor que un moquero.
Y finalmente. También puedes utilizarlo como armario de tus mocos, que de ahí deriva su nombre de moquero.
Entre otras aplicaciones, si lo sujetas con una mano y lo agitas es la mejor forma de despedir a alguien. Si ese alguien parte en un tren, el movimiento del moquero y la figura misma de quien lo agita adquiere un aire romántico que hace vibrar el cadáver de Larra.

Los maorís

Encontrarse a un maorí, como no podía ser menos, es bastante común. Algunos son grandes como armarios con unos muslos capaces de sujetar el Pilar de Zaragoza. Si además se añade que algunos llevan la cara totalmente tatuada, si vienen hacia ti huyes aunque tengas la seguridad de que te van a dar un abrazo de bienvenida.
Muchos de ellos viven en lo que podríamos llamar barrios alrededor de un centro de reunión, que tiene toda la apariencia de una iglesia, pero que es un lugar asambleario donde se discuten los temas concernientes a la comunidad.
Sus casas forman pequeños poblados con amplios espacios. He estado en varios. Son lugares donde no suele llegar ningún turista, pues los turistas van a sus representaciones. 
No tienen nada de extraordinario, pero sí dice mucho de su forma de vida en la actualidad, de sus relaciones sociales y de sus escuelas que también las he visitado. No es habitual escucharle hablar en maorí, incluso entre ellos hablan en muchas ocasiones en inglés.
Su saludo, juntando las frentes y frotando las narices lo he visto en contadas ocasiones. Las tiendas donde venden los objetos que supuestamente producen están regentadas casi en tu totalidad por orientales y descendientes de ingleses.
La tradición maorí es más un elemento de explotación turística que una forma de vida distinta. Su gastronomía debe ser inexistente o peor que la inglesa, pues no he visto ni un solo puesto de comida ni restaurante donde ofrezcan comida maorí.

Hamilton

Me parece que es un piloto de coches, pero además es una ciudad de la Isla Norte de Nueva Zelanda. No es un lugar turístico y no suele aparecer en las guías. No se ven turistas por sus calles ni autocaravanas por sus parques, lo que es una señal de lo ignorada que es.
Merece la pena la parada de al menos un día. Tiene un jardín impresionante. En realidad tiene bastantes jardines, pero el que lleva el nombre de la ciudad merece una mañana.
Entre los neozelandeses son conocidos sus jardines, lo curioso es que cuando he llegado he preguntado por los jardines ¿jardines? Me han contestado con cara extraña. Sí lo jardines. Me han respondido con una mueca. ¿No están aquí los famosos jardines de Hamilton? ¡Ah! Los jardines de Hamilton. En dos ocasiones he tenido una conversación parecida cuando preguntaba por el camino a seguir para llegar hasta ellos.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Las casualidades.


Hay días en lo que alguna de las primeras acciones o primeros acontecimientos parecen marcarte el resto del día. Por la mañana me he encontrado a una pareja de españoles en viaje de novios que estaban dando la vuelta al mundo. Por la tarde me he encontrado a otra pareja de luna de miel, son mexicanos, Iker e Isabel. He comenzado hablando castellano y así me he pasado buena parte del día. He estado con un catalán que lleva dos meses de vacaciones en Nueva Zelanda haciendo rutas en bicicleta y que me ha aconsejado sobre algunas sendas para ver la imponencia de la Isla Sur de Nueva Zelanda. Por seguir hablando en español, había un matrimonio de japoneses muy tímido que deseaban que alguien les hiciera una fotografía, y yo al adivinarles la intención me ofrecido. Me lo han agradecido tanto, se han doblado tantas veces agachando todo el cuerpo que dudo que esta noche puedan dormir del lumbago que habrán cogido. Una mujer al verlos me ha hecho un comentario que no he entendido, le he dicho que era español y aunque malamente me ha hablado en español. Es sudafricana y había estado de vacaciones en Andalucía, tiempo suficiente para aprender a chapurrear algunas palabras. Curiosamente de Sudáfrica venía la pareja primera que está dando la vuelta al mundo.
Todo esto ha sucedido en mi primer día en Queenstown, al sur de la Isla Sur de Nueva Zelanda, junto a un lago y unas montañas que se derraman, todavía con nieve, sobre él.