viernes, 27 de junio de 2014

Vuelta a casa

Mi burro y yo. Capítulo XI
Salimos temprano de Bot de vuelta a casa y sin un programa definido. Donde se nos haga de noche pararemos a dormir y ya está. Teníamos comida para los dos y pan de la madre de mi antiguo compañero de clase, así que comenzamos a hacer camino.

Einstein, intuyendo que la dirección del camino le devolvía a su casa, comenzó a andar con alegría, más rápido que los dos días anteriores, así que entre lo temprano que salimos y el buen ritmo, llegamos a comer a Torre del Compte, el lugar desde donde habíamos partido la mañana anterior. Nos hicimos treinta kilómetros en una mañana. Descansamos, Eisntein pastó a placer, porque en todas partes hay pasto abundante y Einstein no le hace ascos a casi ninguna hierba y entonces decidí que podíamos intentar llegar hasta casa. Nos quedaban treinta y cinco kilómetros. Lo podíamos intentar. Einstein me dijo que lo podíamos intentar, pero no me aseguraba nada, esas burradas él no las había hecho nunca.

Le ofrecí agua para que se hidratase en previsión de los kilómetros que nos quedaban, pero sólo bebió un poco. Así que le engañé. Le eché unos granos de maíz en el fondo del cubo de agua y al intentar cogerlos se bebió medio cubo.

La decisión de volver sin llegar a Tortosa fue acertada. El camino de vuelta, ya conocido, era todavía más aburrido. Gran parte lo pasé mirando al suelo porque no había ningún atractivo que ver más allá de unos segundos cuando la imagen se quedaba clavada durante media hora o incluso en alguna recta durante una hora.

Haciendo camino llegamos a Valdealgorfa a una hora prudencial. Sobre las ocho de la tarde. Nueva parada, pasto hasta hartarse y vuelta a casa. Nos quedaban unos 14 kilómetros. No merecía la pena quedarse a dormir por el camino, así que asegurándole que íbamos a ir al ritmo que él quisiera y que no le iba a insistir iniciamos el último trayecto.

Al poco, Violeta, mi hija, que estaba al tanto de todos nuestros pasos vino con el coche hasta nuestro encuentro y se llevó las alforjas de Einstein, que apenas le pesaban, pero para que fuera más cómodo.

Cuando llevábamos un par de kilómetros Einstein comenzó a acusar el cansancio. Su ritmo era más lento, se sentía incómodo con el suelo, prefería ir por terreno más blando y suelto y en este trayecto no lo había. Comenzó a agachar la cabeza. Cada pocos pasos le animaba, me miraba y decía ¿pero aún falta mucho? Le engañaba, pero poco. No quería que perdiera la confianza en mí y a su vez que creyera que le faltaban pocos esfuerzos.

Cada dos pasos lo miraba y decía ¡que no saque la lengua pordiós como los burros maltratados que había visto en Marruecos! Einstein cabeceaba. Cada poco parábamos para que comiera cañas tiernas, brotes de hierbas y algún bocado de alfalfa silvestre.

Las rectas sólo tenían principio. Los kilómetros habían perdido el ritmo del paso. Yo mismo perdí las referencias en la noche cerrada. Intuía un arco y le decía, después de aquel arco ya viene un túnel y poco después llegamos. Pero era otro arco distinto al que deseaba.

A las once y media de la noche, desde las siete y media de la mañana llegamos a nuestro destino. Cerca de 65 kilómetros de una tirada. Le di todo el maíz que me quedaba en el bolsillo y nos despedimos hasta el día siguiente.

Al día siguiente, cuando fui a velo tuve que explicarle que no salíamos de excursión, que sólo lo llevaba unos metros a buscar un pasto más fresco, como lo llevo todos los días. Me miró con recelo, se lo tuve que repetir y sabedor de que no le engañaba me siguió.

Haremos otras excursiones, pero más cortas, más divertidas y de un solo día, le dije. Ahora déjame descansar me contestó.

Mi amigo Alberto ya está preparando rutas para ir los tres Albertos; Alberto, José Alberto y Albert Einstein.

No hay comentarios:

Publicar un comentario