viernes, 27 de junio de 2014

Einstein, mi burro, y yo.


Mi burro se llama Einstein. No es una ironía. Es un burro inteligente. Casi todos los burros lo son. Lo son en la medida que los animales son inteligentes.

A los burros se les ha hecho trabajar sin mesura. Se les ha golpeado hasta romper las varas de mimbre en sus lomos. Se les ha tenido sin descanso decenas de horas al día. Se les ha dado poca comida y escasa agua. Y a pesar de eso, al día siguiente volvían a trabajar en las mismas condiciones.

A las personas que hacían algo parecido se les llama burros. A los burros, para dejar de serlo peyorativamente, les falta la rebeldía. La rebeldía se hubiera corregido con más palos.

Mi burro se llama Einstein. Es amigable. Lo voy a ver todos los días, paseamos un poco juntos, hablamos y lo llevo a pastar. Raro es el día que no viene a esperarme. Ya vaya andando, corriendo, en bicicleta, en moto o en coche, casi siempre adivina mis pasos y viene a esperarme. Rebuzna y corretea a mi lado hasta que le abro la puerta para pasear juntos. Antes le rasco el lomo, la panza y las patas. Le encanta. Se queda quieto, a falta de un cristo para entrar en una etapa de comunión con dios. Su felicidad me hace feliz.

Los humanos empleamos al burro, en el pasado en España, en el presente en muchos países, como base de la economía familiar, pero sin ninguna consideración. He visto burros en otros países largos en el suelo reventados, con la lengua fuera, seca, a última hora del día, sin que sus dueños tuvieran la dignidad de darles un cubo de agua. Así se les trata y se les trataba.

Ahora en España ya no son necesarios y viene el olvido. Que se extingan.

Aunque en mi familia no hemos tenido un burro, como persona estoy en deuda con ellos y ese es el motivo por el que tengo un burro. Es una deuda que debemos saldar.

Por eso mi burro se llama Einstein. Porque es un burro digno, merece un buen trato y un buen nombre.

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