lunes, 5 de noviembre de 2012

El día más largo de mi vida.

Casa de Hug donde me he levantado en este larguísimo día.
No ha sido una pesadilla, más bien todo lo contrario. Eso sí, agotador.  Pero ha sido largo para empezar porque he salido de Auckland a las cuatro de la tarde en avión y he llegado a Santiago de Chile a las once de la mañana del mismo día. Es decir que según el calendario, cuando he llegado a Santiago todavía me faltaban cinco horas para coger el vuelo.

Resumiendo. Me he levantado a las siete, he salido a las cuatro de la tarde, he viajado once horas en avión, he llegado a las once de la mañana a Santiago y me he acostado a las diez de la noche. En total un 29 de octubre que he tenido de 31 horas despierto, activo, siempre de día, desde que me he levantado hasta que me he acostado. Eso sí, he perdido toda la noción espacio tiempo ubicación.
El largo día lo he comenzado con una charla con Hug, que en un momento determinado la hemos agilizado utilizando el traductor de google para hacerla más fluida y profundizar un poco. Quería que fuésemos a ver unos grandes árboles, pero estaba lloviendo y al final hemos desayunado juntos, he jugado con el perro y me ha llevado hasta la parada del autobús. Esperando ha llegado, a pie, el conductor que me ha reconocido porque era el mismo que me había traído el día anterior. Es maorí de voz profunda y trato muy afable. Hemos estado hablando un rato mientras llegaba el autobús, que él debía recoger para relevar a su compañero. Cuando he bajado me ha despedido con “que tengas un buen viaje amigo mío” que me ha emocionado.
Primeras imágnes de Santiago. Escuchar hablar la gente en
español no tiene precio. Aunque haya que aprender nuevo
vocabulario, como el de la botillería (donde venden botellas).
He comido en Auckland. Todavía me ha dado tiempo a realizar una compra que necesitaba. He cogido el autobús hasta el aeropuerto en una churrería, que hacía los churros como en Madrid, aunque la dependienta se ha apresurado a decirme que no hablaba español.
En el aeropuerto, en las filas que hay que hacer, porque te registran tanto que parece que te quieras llevar alguna isla en el equipaje, he conocido a una argentina que me ha amenizado la espera contándome su vida, sus viajes y dándome un repaso sobre la actualidad política argentina, además de emplazarme a una protesta de indignados que va a haber en Buenos Aires el día 8 de noviembre.
Antes de salir había un nuevo control policial que hacían aleatoriamente a uno de cada cuatro o cinco viajeros. ¿A quién le ha tocado la china? Efectivamente. Así que me han mirado hasta entre los cabellos para encontrar rastros de no sé qué.
Once horas de avión en la que las azafatas y azafatos le preguntaban a todo el mundo si hablaban español para dirigirse a ellos en ese idioma. ¿A todos? No. A mi se me dirigían siempre en inglés, con las ganas de comunicarme que tenía. Así que me he visto obligado a protestar, pero no ha servido de nada, me hablaban en inglés.
Había comprado unas semillas de habas neozelandesas para plantarlas en mi huerta. Quería decir a mis vecinos hortelanos que esas habas eran de Nueva Zelanda. Pero ya en el avión me han dado una nota que decía que nada de semillas. No he hecho caso. Luego por los micrófonos han dicho que recordaban que no se podía entrar no sé cuántos miles de dólares y nada de semillas. Me he dicho, pensaré si las declaro. Luego nos han puesto un vídeo diciendo que si metía una semilla me podían sancionar con hasta no sé cuántos millones de pesos. Así que en la declaración he puesto que llevaba unas semillitas.
A pasar el control exclusivo para delincuentes que intentan pasar unas semillas de haba. Se había roto la bolsa que contenía las semillas. Por supuesto era un elemento peligrosísimo. Con el encargado de aduanas registrando todo el equipaje, vaciando el interior de mis zapatillas, por las que se había colado alguna semilla, hasta que no ha quedado ninguna. Y yo mientras diciéndole que eran para mi huerto, que tenía un huerto y quería unas habas de las antípodas. Al final se ha compadecido de mí y ha ido a consultar con sus superiores. Los superiores le han dicho “ni un haba, tontolaba”. Me ha dicho, ya ha visto que lo he intentado.
Al poco tiempo de llegar ya estaba en la plaza de Las Armas,
lugar de encuentro de turistas, chilenos, comediantes, payasos
y rateros.
He llegado a casa de Nitza, que es la mujer que me va a acoger, en este caso previo pago, durante mi estancia en Santiago. En diez minutos me ha contado su vida, su decepción por haber perdido las elecciones municipales su candidato, la estrategia de invitar a comer a su hijo y a su novia (que son rojos) para que no fueran a votar, su vida, su trayectoria vital, sus estudios, su trabajo, las estrategias de trabajo, la vida de sus padres, el momento en que abandonó su casa a los 17 años. Y de vez en cuando me decía y no sé cuándo se torció la educación de mi hijo para que se volviera rojo.
Me he ido a comer, y era la cuarta comida que hacía ese día (la de Auckland, las dos del avión y esta) y como un zombi he dado mis primeros pasos por Santiago, he platicado con transeúntes, he disfrutado hablando en español entendiéndolo (casi) todo.
Y ya haciéndose de noche, he encontrado una peluquería que por poco más de un euro te cortaban el pelo. Yo que viajo sin peine y por lo tanto debo mantener mi pelo corto para no parecer un haragán, me he dicho que a darme un corte de pelo que ya me estaba creciendo. Era una academia y los alumnos experimentaban contigo. Como hay poco que experimentar con mis pelos he accedido con la condición de que si tan mal quedaba me iban a pagar un sombrero. No ha habido necesidad de sombrero. He cenado en un puesto callejero por algo así como 50 céntimos de euro (poca cosa que ya iba bien comido) y me he ido a casa. Mi jornada de 31 horas de luz concluía. Pensaba que dormiría hasta no sé cuándo. Pero me he despertado a la hora que hubiera correspondido al día anterior. Vamos que sólo he dormido cinco horas. Así que he iniciado otra jornada a las tres y media de la madrugada.

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