Violeta,
mi hija, siendo niña descubrió en clase que la tierra no era plana, que era una
esfera y que debajo de nuestros pies, al otro lado había otros seres que vivían
como nosotros. Cuando salió al recreo, en vez de jugar comenzó a cavar un
agujero con la intención de conocer a esa gente tan distante, tan lejana y
ajena. Quería acercarla, verla, tocarla. Ella aún no lo sabía pero había
descubierto la forma de saltarse todas las barreras, todas las fronteras, todas
las incomunicaciones. Por ese agujero iba a poder acceder no sólo a la gente
del otro lado, podía tejer una red de agujeros por los que ir a cualquier parte
del mundo al margen de permisos, visas y pasaportes.
A lo
largo de mi vida, cuando he viajado he encontrado agujeros en el suelo. Algunos
eran tan profundos que llegaban al interior de la oscuridad. Otros eran
proyectos fallidos. Alguien se había cansado quizás cuando con la edad había
topado con la piedra de la realidad, más dura que el diamante.
Estoy
en Queenstown, una población neozelandesa, al otro lado del mundo. He visto un
agujero, como tantos otros. He pensado en mi hija cavando el suyo a tantos
kilómetros de distancia. Me he quedado unos segundos mirándolo. Era de los que
llegaba a la oscuridad. Mi vista se perdía por su camino. Quien lo hizo no
desesperó pronto, me he dicho. Ya me iba a seguir con mi paseo cuando una chica
me ha dicho en un inglés que no me ha sido dificultoso entender, has mirado por
el agujero. Si, le he contestado, y le he contado la historia anterior para que
entendiera por qué miraba de vez en cuando algún agujero de los que me
encontraba. ¡Qué casualidad! ¿por qué?, porque este agujero lo comencé hace
algo más de veinte años cuando estaba en el recreo. Aquí había un colegio y
este era el patio. Luego trasladaron el colegio, hicieron este parque y taparon
el agujero. Pensaba que mi obra había quedado enterrada, pero un día localicé
el lugar exacto, quité una capa de césped y humus y estaba mi agujero intacto.
La casualidad había querido que una piedra bloqueara la tierra que se
introducía por él. Me hizo una ilusión tremenda recuperarlo y todos los días he
ido viniendo a seguir cavando para llegar hasta el otro lado del mundo. Hoy he
acabado y la providencia ha querido, siguió diciéndome ante mi estupefacción,
que nada más acabarlo la primera persona que ha pasado se ha asomado por él. Yo
era esa primera persona.
¿Lo has
cavado tu sola? No, antes de acabar me he encontrado con una galería que ya
llegaba hasta el otro lado. No es la única que me he encontrado, había otras
que iban hacia otras partes pero por ellas no veía. Pero esta es limpia, es
recta, se ve la luz del otro lado. ¿Será el agujero comenzado por mi hija? Es
posible, me ha contestado. Puedes mirar para ver si lo que está al otro lado lo
conoces. He mirado y no he visto nada. Debes tener paciencia, la vista debe
recorrer muchos kilómetros y el centro de la Tierra tiene tanta fuerza que
siempre intenta atraparla. Mira sin prisas.
Me he
puesto largo sobre el césped que rodeaba al agujero y he mirado con paciencia.
Al cabo de unos minutos, quizás una hora, he visto la luz. No lo puedo
describir, ¡ver la luz al otro lado de la tierra!
Sin
dejar de mirar, para no perder la comunicación con el otro lado, le he dicho a
Lynda, que así se llama a chica, que había visto la luz. ¿Y qué más ves?
Todavía no distingo nada, sólo alguna sombra que se mueve. Observa, me ha
insistido, y dime.
He
estado a punto de dar un salto por la sorpresa producida, pero la razón me ha
salvado de apartar la vista del agujero, tendría que tardar otra vez en ver la
luz, y quizás no volviera a verla. ¿Por qué te has sobresaltado? Este agujero
es el que comunica con el que comenzó mi hija. ¿Cómo lo sabes? Porque la estoy
viendo a ella y a sus compañeros de clase, pero lo más sorprendentes es que la
estoy viendo de niña, como cuando comenzó a cavarlo. Es normal, me ha dicho
Lynda. La imagen tarda en llegar desde el otro lado y el centro de la Tierra
intenta atraparla.
Esta
historia ha comenzado sobre las doce del mediodía y he estado sin despegar el
ojo del agujero hasta que ha caído la noche, sobre las ocho de la tarde. Ocho
horas en las que le he ido contando a Lynda lo que veía y además añadía
explicaciones y porqués de las acciones.
Me
disponía a irme pero no me he resistido a echarle una última ojeada. He debido
esperar aproximadamente otra hora que se me ha hecho eterna. Al cabo he
recuperado la imagen de mi hija jugando y la de sus amigas , pero no solo eso,
también me han ido llegando imágenes de otras partes del mundo donde se comenzaron
a cavar otros agujeros. Así que he visto a mujeres afganas que comenzaron a
cavar hace muchos años agujeros para escapar, a mauritanos que tenían ocho años
y ahora rondarán la trentena, a ingleses que hablaban que querían conocer
mundo, a sudamericanos que se lamentaban de su suerte, a indios que sonreían su
fortuna, he visto a un coreano que me recordaba la cara de niño del que me
llamó Lucas hace unos días en la estación del metro de Seúl,…
Ahora
estoy aterido de frío y de nostalgia. No sé si va a ser mi suerte o mi
desgracia, ahora también estoy atrapado a la existencia de los agujeros, porque
lo que tengo claro es que en todas partes del mundo ha habido niños como mi
hija que comenzaron a abrir agujeros para encontrarse y esos agujeros existen. Muchos
abandonaron su empeño cuando chocaron con la piedra dura de la realidad, más
dura que el diamante, pero otros continuaron hasta nuestros días y siguen
abriendo nuevas galerías. También hay alguno que las tapa, pero sólo hay
que quitar el manto de césped y humus.