Mi
casero me ha preparado una relación de los lugares donde ir. Por
desconocimiento, pero no para engañarme, me ha dicho que puedo visitar unas
ruinas donde estaban los romanos y los gladiadores y todo eso. También me ha
advertido que no fuera caminando hasta el centro porque era una distancia
insalvable.
Puedo volver de Cuba sin ver
el Capitolio o el Museo de la Revolución, pero jamás sin conocer las caras de
miles de cubanos que llevan su vida cotidiana, que van de un lugar a otro sin
hacer nada, con sus conversaciones largas o breves por todas partes, su día a día. Así que a callejear. Y
callejeando he llegado hasta los lugares imposibles para mi casero y más allá.
Eso sí, no sabía dónde estaba. He pasado por el barrio chino, sin ver a ningún
chino, son los jefes y están en la cocina, me decían sus empleados y en un
momento he preguntado que dónde estaba; en La Habana mi amor, ¿pero en qué
parte de La Habana? En La Habana centro mi amor.
¿No
necesitas una novia, mi amor? Me dice una joven mulata. ¿Tienes una para mí?
Si, yo misma, me contesta sonriente y convencida mientras sostiene a su hijo
pequeño en brazos.
En un puesto de reparación de neumáticos (le denominan ponchería) me encuentro a un
nuevo empresario. Es el dueño del taller. Se lo ha dejado la nueva política
aperturista. Ha comprendido perfectamente cuál es el papel del jefe; contratar
a un empleado que haga el trabajo mientras él está sentado en una silla
mugrienta con tres patas y media.
Amistades de un instante que van llenando mi conocimiento
y vivencias de turista.
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En un pequeño barecito una mujer me dice
que ahora está ella porque su hijo, que es el dueño, está entrenando con la
selección nacional de Cuba de esgrima. Algún día se ponen los inspectores del
gobierno enfrente y van anotando todos los que entran en mi establecimiento
para cobrarme más impuestos. Y así, una tras otra las calles que sin saberlo me
han conducido hasta el capitolio me han ido contando un ciento de historias de
las que no están escritas en las guías turísticas.
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