El recorrido hasta Sliema es duro puesto que tuve que ir corriendo en algún tramo hasta por autovía sin arcenes, cierto, pero la sensación de estar solo ante el peligro resultaba enormemente placentera. Cuando llegué a Sliema todos los recuerdos, las imágenes, sensaciones, incluso las formas de cómo iba cuando salí a correr el primer día me vinieron poco a poco, dosificados, para administrar mis emociones. Pronto comencé a ver otros corredores, colegas como les llamaba Suzanne y fui junto a la costa. Pronto vi el restaurante Milano, que me servía de referencia para llegar hasta casa los primeros días, luego más adelante me reencontré con una enorme bola de granito que flota sobre el agua. No puede resistir la sensación y la volví a mover para cambiar la dirección del mundo. La bola rodó en otro sentido, pero no el mundo.
Más de tres años después sentí la sensación de que no había pasado el tiempo por mí, sino yo por el tiempo. Más viejo, por supuesto, pero más fuerte, más rápido, con al menos el mismo número de proyectos, con la misma necesidad de vivir muchas vidas para poder desarrollarlos, con la sensación de que no hay más vida que esta y con futuro.
Llegué hasta la cima de San Julián y ya de vuelta paré en un bar donde varias noches estuve escuchando música irlandesa en directo detrás de una cerveza. Faltó la música pero no la cerveza. La vuelta ya fue en autobús.
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