Amigos. Rumanía Moldavia. Septiembre 2019.
Los viajes son oportunidades para abrir nuevas amistades.
Son el tipo de amistades que me gustan. Breves, intensas, desinhibidas, sin
dependencias y sin futuro, sin posibilidades de que haya discusiones o malos entendidos.
En Bucarest he conocido a una pareja fabulosa, ella moldava
y él rumano. Hemos charrado durante horas de un montón de temas. Hemos hablado
de nuestros futuros, yo del suyo y ellos del mío. Hemos compartido ideas y
diferencias. Hemos compartido comida y en ocasiones no he compartido sus
cervezas porque me parecía un exceso. Hasta he compartido su perro Shifu que me
seguía como si fuera uno más de la familia.
Han sido tres días inolvidables con ellos. La puerta de mi
casa estará siempre abierta para ellos y la suya también lo estará para mí.
Casi con toda seguridad no volveremos a vernos.
Mi buen amigo Alex tomando una cerveza con langosta. |
Con la misma seguridad no volveré a ver a Alex, un amigo
moldavo.
El ir en los viajes de casa en casa tiene la ventaja que vas
conociendo gente con la que vas compartiendo tiempo y las palabras que la mala
ocurrencia que tuvo Dios con Babel nos permite. En Sibiu la comunicación con mis
anfitriones fue casi nula. No sabían ni una palabra de español ni de inglés.
Así que nos limitamos a algunos gestos.
En Chisinau conocí, y él me conoció a mí, a Alex. Tuvimos
largas conversaciones. La complicidad, a pesar de ser él mucho más joven, surgió
de inmediato. Las bromas, los juegos de palabras, los intercambios de
información, de pareceres, de gustos musicales, de proyectos, de filosofía
minimalista, fueron provechosos y agradecidos. También compartimos exquisito
vino moldavo, que enriquecía las charlas y el vocabulario.
Una noche me estaba tomando una cerveza y le pregunté que si
él no bebía. Me dijo que no tenía con quién. Entre bromas le dije que podría
tomarla conmigo, yo las pagaba, y que él pagara unas langostas. A la noche
siguiente llevé dos cervezas para beber y una bolsa de patatas fritas. No se
extrañó de las cervezas, pero sí de la bolsa; ¿qué es eso?, me preguntó. Con
toda naturalidad le dije que una langosta. Así que estuvimos bebiendo cerveza y
comiendo langosta hasta que vino un bailarín australiano que había venido a
refugiarse a su casa porque su novia le había dejado por un gato, o algo así.
Alex le invitó a langosta. El bailarín miraba la bolsa de patatas fritas y nos
miraba a los dos ¿langosta? Después de un momento de duda Alex se lo explicó.
Se acabaron las cervezas, continuamos con el vino y aún quedó langosta para la
noche siguiente. Como adolescentes.
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