La delincuencia y
seguridad de los habitantes de una población, me he dado cuenta, que
se puede medir por el nivel de protección que ponen a las entradas
de sus casas. En Pafos me ha sorprendido que muchas de las casas
carecen de puerta de entrada común al edificio. Se entra en un patio
abierto y desde allí se accede directamente a la puerta de los pisos
subiendo por las escaleras. Y las puertas de los pisos sin ninguna
protección especial, ni de cerradura, ni de blindaje, puertas huecas
de madera. Eso le tranquiliza a uno, que cualquiera pueda entrar en
tu casa con dar una patada y no lo haga dice mucho.
Me gusta ser viajero. No me importa ser confundido con un turista. No soy purista en nada. Soy ecléctico y puedo cambiar de pensamiento en el momento en el que otra persona me hace ver que lo suyo es mejor. Como mi amigo José Luis Pueyo, al fin sólo soy un aprendiz de viajero.
martes, 17 de mayo de 2016
domingo, 15 de mayo de 2016
Me voy a Chipre
Me voy a Chipre.
¿Por qué a Chipre? No hay por qué. Es la curiosidad por saber qué
se cuece en alguna parte del mundo. Y aquí cocerse literalmente
poco, pero a unos cien kilómetros está Siria y los sirios no se
dirigen a Chipre en la huida de su país.
El viaje se hace
largo, excesivamente. Es lo más penoso. Casi un día desde que salí
de casa hasta que llegué a mi nueva casa temporal de Pafos, que es
la ciudad
aen donde voy a
pasar los próximos días.
Primeros pasos en tierra chipriota. Esperando el bus en el
aeropuertoque es más barato que el taxi.
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El vuelo de Londres
a Chipre me fue amenizado por un niño de unos meses, de esos que
caen muy simpáticos a las madres que no tienen niños y que no les
dejan de hacer carantoñas. El muy glotón se había comido un
aguacate entero. Estaba con sus padres a mi lado. A mi otro lado dos
amigas no paraban de hacerle risas a las que respondía la criatura.
El padre lo levantaba, lo ponía en pie y se lo pasaba a las
presuntas madres sin hijos. Mientras, el niño volando y sobrevolando
sobre mi cabeza, y en mi pensamiento no había otra cábala que el
temor a que el niño con tanto trajín no tuviera otra ocurrencia que
echar todo el aguacate a medio digerir sobre mi cabeza. Y el niño
para aquí y para allá y yo mirando para un lado, para el otro y
para arriba por si veía algún gesto que me invitara a huir. Y entre
tanto pensando en qué iba a ser de mí y mi estancia en Chipre con
la ropa manchada de aguacate potado. Y más niño y más niño y
otras madres sin hijos que le sonreían desde otros asientos pero que
no se lo llevaban. Hubo milagro. El niño retuvo el aguacate en su
vientre, por lo menos hasta que lo perdí de vista y cuando volvió a
las manos de su padre sentado respiré aliviado, sin que el resto del
pasaje entendiera que todos sonreían al niño excepto yo.
(febrero 2016)
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