La locura de la Jorgeada
Harry, un austriaco al que conocí en un maratón me contó que
venía de correr 24 horas seguidas alrededor de un circuito de dos kilómetros.
Me dijo:”mis amigos se creen que estoy loco, pero tú me entiendes”. La verdad
que lo entendía un poco, no del todo. Al igual que sus amigos también veía una
generosa presencia de locura.
Foto de grupo con la Seo al fondo y las fuerzas intactas |
No sé si me he pasado definitivamente la bando de los locos
o he acabado comprendiendo el mensaje. La noche del 22 al 23 de abril fui
corriendo desde la plaza del Pilar de Zaragoza, hasta la ermita de san Jorge en
Huesca, 75 kilómetros de caminos, carreteras, sendas, alguna cuesta arriba y
otras cuesta abajo.
No fui yo sólo. Otros treinta y ocho locos comenzamos el
mismo recorrido. Ignoro los que llegamos a la meta. Además, unos 450 lo
hicieron andando.
Ha sido la decimotercera edición de la Jorgeada. A lo largo
de tres meses me he ido preparando para la prueba. Sólo he pensado en disfrutar
corriendo. En estos tres meses he corrido, menos delante de los grises, por
todas partes, delante y detrás de todo que estuviera quieto o se moviera. Un
día me fui hasta un pantano a 37 kilómetros cuesta arriba para comer unos calsots.
Otro día fui caminando con dos andarines más de 47
kilómetros. Otro día participé en una carrera de cinco kilómetros, otro en otra
de diez, otro en medio maratón, otra noche me fui a hacer kilómetros a la
aventura y así acumulando distancia y
placer.
En este tiempo he leído un libro; “Nacidos para correr” que
me ha cambiado mi percepción del sentido de correr. Disfruto más. Aún cuando
hago series, que suele ser la parte menos gratificante de las preparaciones,
disfruto corriendo.
Me planteé el reto de hacer un ultramaratón, que suena al
más allá y un poco más, pero que no es más que correr al menos un par de metros
más que un maratón. Como voy de sobrao me planteé hacer algo más de los dos
metros y me alargué hasta los 75 kilómetros. La Jorgeada era una buena excusa. Salía de la
plaza del Pilar y había que estar toda la noche corriendo.
Soy un corredor de ritmo, así que me planteé ir a 6 minutos
el kilómetro. Pero nada más llegar a la plaza del Pilar, sobre las once y media
de la noche ya comenzó a cambiar la percepción que tenía de una carrera de este
tipo.
En la plaza sólo estábamos los corredores y cuatro más,
algún amigo o familiar. Ningún animador, ningún aficionado. Éramos un grupo de
corredores a quienes unía el reto, la sinrazón. Fui hablando con conocidos y
desconocidos. Me di cuenta de que no podía haber muchos mayor que yo, así que a
quien veía viejo le preguntaba por su edad. Y llegué a la conclusión de que
había alguno disfrazado o yo era el más anciano del lugar, lo que me dio un
punto más de satisfacción.
Si la falta de público pudiera significar un punto de
tristeza, se convirtió rápidamente en satisfacción. Toda la satisfacción la
compartimos entre nosotros. Éramos unos aventureros que nos sentíamos felices por un
futuro inmediato incierto.
Ajustando los relojes y conteniendo la felicidad |
La salida fue un momento más de alegría. No pensé, creo que
nadie pensamos en todo el sufrimiento que nos quedaba por delante. Por las
calles de Zaragoza, casi desiertas, nos fue escoltando la Policía y tomamos las
avenidas como si fuésemos un pacífico ejército de alegrías. Nos saludaba algún
viandante sorprendido. El dueño de un bar, cuando bajaba la persiana del
negocio nos preguntaba incrédulo, ¿de verdad vais a Huesca?, le respondíamos
con orgulloso silencio y él acababa poniendo palabras a la respuesta; estáis locos.
Y nos llenaba de satisfacción. Unos pocos, más ágiles y locos, se habían ido
por delante, los demás íbamos formando un pelotoncillo como si cada uno por
nuestra cuenta, en lugares distintos nos hubiéramos entrenado para llevar el
mismo ritmo. Confirmando que teníamos un pasado en común.
Con Dionisio Mingotes he corrido en muchos lugares, al lado,
delante y detrás. Se define como un corredor anárquico y realmente lo es. Sale
a correr sin saber si irá rápido, lento o andando. Corre casi todos los días
del año. Igual le dan 100 kilómetros que 5. Incluso corrimos un maratón a
medias el pasado invierno. Cuando le comenté mi intención de correr la Jorgeada
adoptó un papel de padrino de largas distancias. Me fue informando y
aconsejando. Desde antes de la salida estábamos juntos.
Éramos cuatro gatos, pero nos creíamos cuatro mil. |
Los avituallamientos estaban a cargo de otros locos que iban
con botellines de agua de un sitio a otro para que pudiéramos alimentar nuestros sudores.
En medio de la oscuridad rota por algún farol allí estaban repartiendo agua.
En Villanueva de Gállego dimos una vuelta de más a una plaza
y sin querer nos saltamos una avituallamiento de chocolate con bizcochos que
nos habían prometido. Con el estómago pidiendo a gritos un bocado llegamos
hasta Zuera. Allí comimos, vaya que si comimos. Plátanos, almendras, zumos,
galletas, isostares,… todo me parecía poco, por lo que necesitaba y por lo que
me esperaba.
Antes de llegar a Zuera el camino estaba salpicado por
luciérnagas rojas, que eran los andarines que habían salido dos horas antes que
nosotros y que llevaban un intermitente a las espaldas. Palabras mutuas de
ánimo. Ya falta menos nos decíamos. Pero sabíamos que ese menos era mucho.
Después de Zuera, Dionisio y yo nos perdimos y sin saber muy
bien cómo aparecimos en la autovía, como si quisiéramos ir a todo trapo. Como
no había solución, tuvimos que retroceder, un kilómetro de propina y volver al
redil. A lo lejos se veía algún corredor con el piloto morado, que era nuestro
distintivo y entonces Dionisio me dijo; te acompaño hasta alcanzar a los
corredores y luego seguiré andando que me estoy cargando. Como si fuéramos un
equipo y él mi gregario me acompañó, alcanzamos a los de delante y nos
despedimos. Fue a la altura de la cárcel de Zuera. Allí pude ver un hueco
pendiente de ocupar por los periodistas. No iban a esperarnos a nosotros, pues
éramos locos voluntarios. Iban a esperar a Ortega Cano, un torero que además de
matar toros también mató a un conductor. Es otro loco, pero de otra catadura
que nada tiene que ver con la nuestra. Esa mañana lo encarcelaron en Zuera. Él
no supo de nosotros, nosotros supimos de él por la prensa.
A Dionisio lo cambié por Antonio. Si lo viera no lo
conocería, porque cuando me miraba me deslumbraba con su foco. Pero sí
conocería su voz, si su pescadería del Mercado Central de Zaragoza, sí a su
familia, hasta a su mujer sevillana, a sus hermanos mayores que él, a sus nietos
que le dicen que es el más viejo, pero el que más corre, y es que los
kilómetros de carrera dan para charlas amigables. Se había caído, se había
dañado la rodilla y algunos tramos los hicimos andando mientras se recuperaba.
Antes de llegar a Almudévar inicié mi carrera particular en
solitario. Faltaban veintitantos kilómetros. Las fuerzas flojeaban. Después de
cada parada en los avituallamientos, volver a poner el mecanismo de los
músculos en marcha era toda una proeza. Era como si ya no supieran correr o
como si ya estuvieran hartos.
Al ir a mi ritmo fui alcanzando a algún otro corredor y
algún grupo. La máquina de la cabeza funcionaba. Sólo quedan veinte kilómetros
me decía ignorando que después de más de cincuenta aún me quedaban veinte.
Final. Recuperar la cámara de la foto me costó
dar cuatro pasos interminables.
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Luego vino el tramo más bonito y el más duro. A través de
sendas, de campo a través, de un cansancio inconmensurable, esquivando vados,
piedras, pedruscos y maleza, siguiendo, por obligación con la cabeza levantada
buscando las marcas que indicaban el camino, hasta agradecer el paisaje menos
bonito pero más agradecido de la pista y el asfalto.
Huesca se adivinaba cuando fui adelantando a los últimos
andarines, que eran los primeros. Faltando cien metros pregunté a una mujer por
la meta. Está ahí, ya has llegado. No sé si llegaré, no sé si llegaré, le dije.
Y es que aún faltaban cien metros.
Nueve horas y veintisiete minutos después de haber salido de
la plaza del Pilar de Zaragoza llegué al destino. No había fanfarrias, ni
espectadores, ni animadores, ni público, ni despistados. Sólo alguno que había
llegado antes que yo, una mesa donde escribían tu nombre en un diploma
certificando que habías llegado y unas señales indicando el lugar donde estaban
las duchas. Y algún comentario: “nunca más”.
Dionisio llegó sobre las dos de la tarde. Nunca más, le
dije. Eso lo dices ahora, pero luego recapacitarás. Dionisio ya estaba pensando
en la carrera que tenía el domingo de 12 kilómetros y en prepararse la carrera
de 100 kilómetros del mes que viene.
Están locos estos corredores.