viernes, 25 de abril de 2014

La locura de la Jorgeada

Harry, un austriaco al que conocí en un maratón me contó que venía de correr 24 horas seguidas alrededor de un circuito de dos kilómetros. Me dijo:”mis amigos se creen que estoy loco, pero tú me entiendes”. La verdad que lo entendía un poco, no del todo. Al igual que sus amigos también veía una generosa presencia de locura.

Foto de grupo con la Seo al fondo y las fuerzas intactas
No sé si me he pasado definitivamente la bando de los locos o he acabado comprendiendo el mensaje. La noche del 22 al 23 de abril fui corriendo desde la plaza del Pilar de Zaragoza, hasta la ermita de san Jorge en Huesca, 75 kilómetros de caminos, carreteras, sendas, alguna cuesta arriba y otras cuesta abajo.
No fui yo sólo. Otros treinta y ocho locos comenzamos el mismo recorrido. Ignoro los que llegamos a la meta. Además, unos 450 lo hicieron andando.

Ha sido la decimotercera edición de la Jorgeada. A lo largo de tres meses me he ido preparando para la prueba. Sólo he pensado en disfrutar corriendo. En estos tres meses he corrido, menos delante de los grises, por todas partes, delante y detrás de todo que estuviera quieto o se moviera. Un día me fui hasta un pantano a 37 kilómetros cuesta arriba para comer unos calsots.  Otro día fui caminando con dos andarines más de 47 kilómetros. Otro día participé en una carrera de cinco kilómetros, otro en otra de diez, otro en medio maratón, otra noche me fui a hacer kilómetros a la aventura  y así acumulando distancia y placer.

En este tiempo he leído un libro; “Nacidos para correr” que me ha cambiado mi percepción del sentido de correr. Disfruto más. Aún cuando hago series, que suele ser la parte menos gratificante de las preparaciones, disfruto corriendo.

Me planteé el reto de hacer un ultramaratón, que suena al más allá y un poco más, pero que no es más que correr al menos un par de metros más que un maratón. Como voy de sobrao me planteé hacer algo más de los dos metros y me alargué hasta los 75 kilómetros. La Jorgeada era una buena excusa. Salía de la plaza del Pilar y había que estar toda la noche corriendo.

Soy un corredor de ritmo, así que me planteé ir a 6 minutos el kilómetro. Pero nada más llegar a la plaza del Pilar, sobre las once y media de la noche ya comenzó a cambiar la percepción que tenía de una carrera de este tipo.

En la plaza sólo estábamos los corredores y cuatro más, algún amigo o familiar. Ningún animador, ningún aficionado. Éramos un grupo de corredores a quienes unía el reto, la sinrazón. Fui hablando con conocidos y desconocidos. Me di cuenta de que no podía haber muchos mayor que yo, así que a quien veía viejo le preguntaba por su edad. Y llegué a la conclusión de que había alguno disfrazado o yo era el más anciano del lugar, lo que me dio un punto más de satisfacción.

Si la falta de público pudiera significar un punto de tristeza, se convirtió rápidamente en satisfacción. Toda la satisfacción la compartimos entre nosotros. Éramos unos aventureros que nos sentíamos felices por un futuro inmediato  incierto.

Ajustando los relojes y conteniendo la felicidad
La salida fue un momento más de alegría. No pensé, creo que nadie pensamos en todo el sufrimiento que nos quedaba por delante. Por las calles de Zaragoza, casi desiertas, nos fue escoltando la Policía y tomamos las avenidas como si fuésemos un pacífico ejército de alegrías. Nos saludaba algún viandante sorprendido. El dueño de un bar, cuando bajaba la persiana del negocio nos preguntaba incrédulo, ¿de verdad vais a Huesca?, le respondíamos con orgulloso silencio y él acababa poniendo palabras a la respuesta; estáis locos. Y nos llenaba de satisfacción. Unos pocos, más ágiles y locos, se habían ido por delante, los demás íbamos formando un pelotoncillo como si cada uno por nuestra cuenta, en lugares distintos nos hubiéramos entrenado para llevar el mismo ritmo. Confirmando que teníamos un pasado en común.

Con Dionisio Mingotes he corrido en muchos lugares, al lado, delante y detrás. Se define como un corredor anárquico y realmente lo es. Sale a correr sin saber si irá rápido, lento o andando. Corre casi todos los días del año. Igual le dan 100 kilómetros que 5. Incluso corrimos un maratón a medias el pasado invierno. Cuando le comenté mi intención de correr la Jorgeada adoptó un papel de padrino de largas distancias. Me fue informando y aconsejando. Desde antes de la salida estábamos juntos.

Éramos cuatro gatos, pero nos creíamos cuatro mil.
Los avituallamientos estaban a cargo de otros locos que iban con botellines de agua de un sitio a otro para que pudiéramos alimentar nuestros sudores. En medio de la oscuridad rota por algún farol allí estaban repartiendo agua.

En Villanueva de Gállego dimos una vuelta de más a una plaza y sin querer nos saltamos una avituallamiento de chocolate con bizcochos que nos habían prometido. Con el estómago pidiendo a gritos un bocado llegamos hasta Zuera. Allí comimos, vaya que si comimos. Plátanos, almendras, zumos, galletas, isostares,… todo me parecía poco, por lo que necesitaba y por lo que me esperaba.

Antes de llegar a Zuera el camino estaba salpicado por luciérnagas rojas, que eran los andarines que habían salido dos horas antes que nosotros y que llevaban un intermitente a las espaldas. Palabras mutuas de ánimo. Ya falta menos nos decíamos. Pero sabíamos que ese menos era mucho.

Después de Zuera, Dionisio y yo nos perdimos y sin saber muy bien cómo aparecimos en la autovía, como si quisiéramos ir a todo trapo. Como no había solución, tuvimos que retroceder, un kilómetro de propina y volver al redil. A lo lejos se veía algún corredor con el piloto morado, que era nuestro distintivo y entonces Dionisio me dijo; te acompaño hasta alcanzar a los corredores y luego seguiré andando que me estoy cargando. Como si fuéramos un equipo y él mi gregario me acompañó, alcanzamos a los de delante y nos despedimos. Fue a la altura de la cárcel de Zuera. Allí pude ver un hueco pendiente de ocupar por los periodistas. No iban a esperarnos a nosotros, pues éramos locos voluntarios. Iban a esperar a Ortega Cano, un torero que además de matar toros también mató a un conductor. Es otro loco, pero de otra catadura que nada tiene que ver con la nuestra. Esa mañana lo encarcelaron en Zuera. Él no supo de nosotros, nosotros supimos de él por la prensa.  

A Dionisio lo cambié por Antonio. Si lo viera no lo conocería, porque cuando me miraba me deslumbraba con su foco. Pero sí conocería su voz, si su pescadería del Mercado Central de Zaragoza, sí a su familia, hasta a su mujer sevillana, a sus hermanos mayores que él, a sus nietos que le dicen que es el más viejo, pero el que más corre, y es que los kilómetros de carrera dan para charlas amigables. Se había caído, se había dañado la rodilla y algunos tramos los hicimos andando mientras se recuperaba.

Antes de llegar a Almudévar inicié mi carrera particular en solitario. Faltaban veintitantos kilómetros. Las fuerzas flojeaban. Después de cada parada en los avituallamientos, volver a poner el mecanismo de los músculos en marcha era toda una proeza. Era como si ya no supieran correr o como si ya estuvieran hartos.
Al ir a mi ritmo fui alcanzando a algún otro corredor y algún grupo. La máquina de la cabeza funcionaba. Sólo quedan veinte kilómetros me decía ignorando que después de más de cincuenta aún me quedaban veinte.

Final. Recuperar la cámara de la foto me costó
dar cuatro pasos interminables.
Luego vino el tramo más bonito y el más duro. A través de sendas, de campo a través, de un cansancio inconmensurable, esquivando vados, piedras, pedruscos y maleza, siguiendo, por obligación con la cabeza levantada buscando las marcas que indicaban el camino, hasta agradecer el paisaje menos bonito pero más agradecido de la pista y el asfalto.

Huesca se adivinaba cuando fui adelantando a los últimos andarines, que eran los primeros. Faltando cien metros pregunté a una mujer por la meta. Está ahí, ya has llegado. No sé si llegaré, no sé si llegaré, le dije. Y es que aún faltaban cien metros.

Nueve horas y veintisiete minutos después de haber salido de la plaza del Pilar de Zaragoza llegué al destino. No había fanfarrias, ni espectadores, ni animadores, ni público, ni despistados. Sólo alguno que había llegado antes que yo, una mesa donde escribían tu nombre en un diploma certificando que habías llegado y unas señales indicando el lugar donde estaban las duchas. Y algún comentario: “nunca más”.

Dionisio llegó sobre las dos de la tarde. Nunca más, le dije. Eso lo dices ahora, pero luego recapacitarás. Dionisio ya estaba pensando en la carrera que tenía el domingo de 12 kilómetros y en prepararse la carrera de 100 kilómetros del mes que viene.


Están locos estos corredores.