sábado, 30 de noviembre de 2013

Liemerick. El poeta en su teatrillo

Liemerick
El poeta en su teatrillo de la vida del bar

Desde que leí “Las cenizas de Ángela” de Frank McCourt sentí el deseo de conocer Liemerick y su río, el Shannon. En mi recuerdo figuraban las calles inmundas y no sé por qué un río miserable, sucio y pequeño.
Me fui a Liemerick. 




A pesar de la cara el té estaba bueno.
Liemerick bien merece la visita de un día. Hay autobuses a todas horas. Es una ciudad totalmente distinta a Dublín. Mucho más pequeña, pero muy viva. Recorrerla entera no lleva mucho tiempo, pero callejear, hablar con sus gentes, tomar unas cervezas, se convierte en una experiencia agradable. Además es mucho más barata que Dublín, y eso también se agradece. Comí como un general y pensé que iba a tener que tirar de tarjeta de crédito para pagar, pero cuál fue mi sorpresa cuando sólo me pidieron seis euros incluido el té.
El hermoso río Shannon que creía ruín.
Comí en la Casa Blanca, ellos lo escriben en inglés. Un lugar recomendable. Allí hay una especie de teatrillo que cobija en su interior a un poeta, que como los románticos allí está escribiendo poemas, diseñando carteles que anuncian sus libros y recitales y manteniendo conversación pausada, muy pausada con quien se acerca a él. No sabía dónde había vivido Frank McCourt pero se deshacía en explicaciones. Poéticas explicaciones seguramente. Se le enredaba su bolígrafo con un hilo de su chaqueta y lo desliaba con parsimonia como si estuviera sacando el poema jamás pensado.
Cerveza en Liemerick rubricando mi estancia
y el recuerdo de las que tomaban los coetá-
neos de Frank McCourt.


El barrio donde vivía McCourt ahora es diáfano, limpio, amplio. El río Shannon, que yo creía riachuelo, es más caudaloso que quince Ebros.  La vida bulliciosa de estos irlandeses nada tiene que ver con la mísera que debieron tener sus antecesores cuando presionados por la miseria se vieron obligados a irse a América para encontrar un mendrugo que llevarse a la boca. Con una pinta rubriqué mi estancia en Liemerick.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Howth


Ya había estado en Howth, pero no me acordaba del nombre. Así que cuando mi anfitriona me dijo que no dejara de visitar Howth y darme un largo paseo por sus alrededores no lo dudé, iría a la mañana siguiente para estirar las piernas después del maratón. Cuando el tren me dejó en la estación reconocí todo. Ya había estado aquí hacía unos años. Creo que no se me olvidará el nombre para no repetir la excursión, aunque el paseo bien merece la pena una repetición. 

Howth es una isla cerca de Dublín. Allí se suele comer pescado y pasear en un camino que la circunda. Comencé paseando. La vez anterior no di la vuelta entera, pero esta vez sí. Estábamos poca gente haciendo semejante tontería; partir de un punto, darte una paliza andando por montañas y acantilados y tres horas después volver al mismo punto, pero más cansado. 

Pasé por un campo de golf. Nunca había estado en ninguno y acaricié la hierba de unos milímetros como si fuera el lomo de mi burro. Jugué con unas niñas que me encontré a que yo iba más deprisa y corrimos por una senda hasta que se desviaron. Acabé comiendo pescado con rebanadas de pan con mantequilla. Cada vez que veo a los irlandeses, es un ejemplo, comiendo pan con mantequilla veo lo imposible que será acostumbrarlos a consumir aceite de oliva. Es una batalla perdida a pesar de los intentos. Antes comeremos los españoles mantequilla en las comidas que los ingleses o irlandeses o alemanes, por ejemplo, consuman aceite de oliva. 

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Mi maratón en Dublín.

Ha sido el que más a gusto he corrido. En ningún momento tuve sensación de cansancio. Aunque es duro, porque hay algunas cuestas que parecen muros, fui en todo momento al mismo ritmo. Bueno, al final corrí más, como si comenzara. El último kilómetro y medio fue de lujo. A esa altura suelo sacar la bandera española que llevo en un bolsillo durante toda la carrera y jaleado por el público, pletórico de energías fui adelantando corredores con la ilusión de que me estuviera esperando el primero a punto de entrar en la línea de meta y justo una décima antes yo le daba alcance. Lo cierto es que el primero hacía más de una hora y cuarto que había llegado y a esas alturas ya estaría descansando en su casa.

Escuchando música irlandesa con gente que llegaba, sacaba
su instrumento y se añadía al grupo.
Gran parte del recorrido del maratón transcurre por calles estrechas lo que dificulta el ritmo o lo que te obliga a adelantar a otros corredores haciendo más metros de la cuenta. Pero se suple con el público, que donde se concentra, te ofrece dulces, plátanos, naranjas, aplausos y ánimos. “Chuck Norris nunca ha corrido un maratón”. Era una pancarta que nos situaba por encima de los ídolos de este mundo.
Una hora después de llegar a la meta, todavía había miles de corredores por las calles y miles de personas que no habían dejado de animar. Eran las mismas personas que una hora antes me habían animado a mí. Cuánto amo a estas gentes desprendidas.

Luego me fui paseando hasta casa, que estaba a unos cuatro kilómetros. No estaba cansado. Y por la tarde seguí paseando, ya tocaba beber unas Guinness.


Me fui a un bar recomendado por mi anfitriona, el Cobblestone, que está algo alejado de toda la marabunta del Temple Bar, donde me dijo que hacían buena música. Y era cierto. Muy buena música con gente que se iba añadiendo al grupo para mostrar sus habilidades. Fue un rato agradable. Seguí distante. No hablé con nadie. El ángel de mis relaciones buscó a un francés y lo trajo hasta mí. Me preguntó, me sacó las palabras y una sonrisa de complicidad. Estuvimos hablando un buen rato. Era músico, un joven mú
sico que andaba por el mundo y que ahora le tocaba recalar en Dublín.

domingo, 24 de noviembre de 2013

El maratón. Los participantes.

Preparado para afrontar mi sexto
maratón. Siempre la duda, un poco
de nervios y unas lágrimas segundos
antes de la salida.
Tengo grabadas en mi imagen, y en algunas fotografías, las caras de antes y después del maratón. Antes eran todo caras alegres, festivas, guerreros y guerreras dispuestos a salir a una batalla que teníamos la seguridad que íbamos a ganar. Pero una batalla, aunque haya mucha superioridad siempre tiene un final incierto y deja algunos cadáveres en el campo. Corredores disfrazados. Bolsas de plástico para combatir el frió, colas enormes delante de los váteres de plástico. Un corredor echando su último cigarrillo antes de la salida. Nervios disimulados. Consultas a los relojes para sintonizarlos con los satélites y para ver cuánto faltaba para salir. Miradas, deseos de suerte. Compañerismo, mucho compañerismo. Poco antes de la salida veo a uno con la camiseta del Atlético de Madrid. Nos saludamos. Es alemán que lleva diez años viviendo en Madrid. Suerte. Todos tenemos una meta declarada; acabar. También tenemos una meta secreta; mejorar aunque sea en un segundo nuestro mejor tiempo.

Al final esas mismas caras estaban transformadas. Eran otras. Una vez pasada la meta todos éramos vencedores, pero las caras no lo anuncian. Son caras rotas, agotadas. Tiene el rictus de la victoria y el dolor entremezclados.

Hay satisfacción, mucha satisfacción, pero la pátina del sacrificio en algunos casos no la hace evidente.


Estas son las caras del "triunfo" después
de pasada la meta.

El último cigarro antes de salir
A una imagen la separa de la otra tres horas y veintiocho minutos en los que 
lo he pasado bien, muy bien. Me ha sobrado energía para reír y correr como
un lebrel el último kilómetro y medio.
Enfundado en una bolsa de plástico
para afrontar el frío en los inicios de
la carrera






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sábado, 23 de noviembre de 2013

Las Ramblas de Dublín

Las imágenes que yo identifico con las Ramblas de Barcelona, de estos personajes que para ganarse la vida hacen de estatuas, u ofrecen otros espectáculos son comunes a casi todas las grandes ciudades del mundo. Parece que sea un signo de identidad multicultural. Si una ciudad no tiene Ramblas pinta muy poco en el ranking de ciudades importantes.


Dublín tiene sus Ramblas. Como en todas las Ramblas hay espectáculos curiosos, otros repetidos, otros de gente que se va moviendo por el mundo con su paraguas abierto por el viento y su gabardina abierta y otros muy dignos. Entre los dignos me llamó mucho la atención el de un japonés que ya no cumplirá los cincuenta, que recitaba, imagino, unos largos poemas cantarines, monocordes, acompañándose con un palo como todo instrumento musical y moviendo su cuerpo con extraña coreografía. Lo hacía con tal dignidad que parecía estar actuando en un gran teatro. Absorto, sin prestar atención a ningún viandante, le daba igual que le echaran unas monedas. Él seguía con su actuación. Era su momento de gloria, era su entrega al público. Un público que paseaba indiferente. Sólo yo estuve durante más de media hora viendo su espectáculo. Acabó. Con la misma dignidad recogió sus monedas, se despidió de la inmensidad del público que había delegado en mí y se fue. 

viernes, 22 de noviembre de 2013

Dublín.

En Dublín ya había estado. Como iba por poco tiempo mi mochila llevaba más comida que ropa. No es porque no haya en Dublín, sino porque pensando en el maratón me gusta llevarme la comida que consumo habitualmente. Así que llevé mis almendras de mi huerta, la miel que elabora mi amigo Curro, los plátanos (de Canarias), la avena recomendada por mi hija para que dure más el efecto de los hidratos de carbono. Y las galletas. Siempre viajo con galletas de chocolate. Por lo que pueda pasar.


Creo que hace unos años, cuando estuve 
anteriormente en Dublín, ya estaba este 
buen hombre tocando su guitarra y
 cantando con su voz rota, pero firme. Allí seguí. ¿O era otro?
Escampé lo que llevaba en la habitación de unas chicas que me acogieron en su casa, previo pago, y pensé que parecía mi hogar de tantas cosas como había mías por toda la habitación. Sintiéndome en casa me fui al santuario de la cerveza y la música irlandesa, al Temple Bar, que no es un bar, sino muchos. Me quedé asombrado, porque a pesar de mi amor declarado por la Guinness, no tomé ninguna pensando que comenzar podría ser un sin parar y a Dublín había ido a correr un maratón. Ya llegará el tiempo de las celebraciones.

martes, 19 de noviembre de 2013

Yendo a Dublín

No andaba sobrado de ánimo. Me fui pensando en volver. Aunque poco. Una vez con la mochila en la espalda sólo miro para delante. Y sin la mochila también. A veces creo que si no fuera porque lo escribo no tendría pasado.

Hacer contactos y amistades me viene a costar cinco minutos. Es el tiempo necesario para intercambiar unos saludos, un apretón de manos, unas cuantas preguntas y algún proyecto. También influye una especie de ángel de las relaciones que revolotea alrededor de mi mochila, pues aunque no tenga demasiadas ganas allí estoy hablando con unos y otros. Cuando estaba esperando el autobús para ir al aeropuerto pregunté en la parada al que sería mi buen amigo David (pronúnciese Daivid pues es inglés).
Ni este es Deivid, ni la ciudad es Reus, donde
nos encontramos. Ni siquiera tenemos una foto
juntos. Así que aquí está mi autorretrato en Dublín.


David estaba por España en busca de unas tierras para desarrollar un proyecto de agricultura sostenible. Le hablé del mío y quedamos para vernos a mi vuelta del viaje a Dublín. Así que nada más llegar a casa, a mi vuelta, allí tenía a David esperándome. Vino a Alcañiz, el pueblo donde vivo, vio a mi burro, a mis ocas, a mis patos, a mi gato, mis verduras, mis árboles y luego estuvo comiendo en mi casa. Ahora está buscando tierras por Castellón. Seguiremos en contacto. Nos volveremos a encontrar por esos tumbos de la vida. Es curioso. A veces me sorprendo a mí mismo pensando en mis amigos argentinos, que me están esperando y yo los espero a ellos, a los paraguayos que están por Seúl, a Robert que sigue soñando con que le guarden una plaza en el cementerio de Arlington,... Y los imagino a todos dando vueltas por el mundo esperándome. Nos encontraremos. David se une a ese ejército de breves amigos con el que nos veremos. Este tipo de amistades son eternas. 

domingo, 17 de noviembre de 2013

Proyectos fallidos

A lo largo de este año (dos mil trece) he realizado diversos proyectos de viajes. Al final han resultado ser todo proyectos fallidos. Fueron proyectos interesantes, de todo tipo y a lugares apetecibles, muy apetecibles. Incluso en algún lugar ya me ofrecieron casa y cama. Pero una extraña pereza ha ido tapando los proyectos a medida que se aproximaban las fechas. Luego la niebla de la indiferencia los ha ido cubriendo. No los he olvidado. Siguen presente en mí. Así que algún día, sin pensarlo mucho, me cortaré el pelo y retomaré alguno, o uno detrás de otro.

Sin más carteles, algunos letreros sólo anunciaban que la 
calle estaría cortada con motivo del Maratón. Y eso que éramos
más de 12.000 participantes. 
Tampoco importa demasiado. Porque no he renunciado a ellos traumáticamente. He vivido experiencias interesantes. He disfrutado de amigos, hija, animales y trabajo. Y también he disfrutado planeándolos, viviéndolos en mi imaginación, he mantenido conversaciones imaginadas con gentes extrañas que luego han pasado a ser amigos, de mi imaginación. He recorrido países, he buscado plazas en vuelos que luego no he ocupado. He estado en parques, en calles, he tomado cervezas de marcas desconocidas que luego formaban parte de mi acervo cultural. Preparar un viaje es hermoso. Y como he preparado varios, pues he disfrutado. Todo, casi todo, tiene su parte positiva.


Una imagen que me sigue subyugando, la de una bicicleta "liberada" 
junto a una verja.
Los viajes no realizados los he dejado para el año que viene, pero ya estoy preparando otros como si tuviera que seguir trabajando en mis proyectos, como si la producción fuera necesaria, como si la cadena de montaje necesitara nuevas piezas. Algo haré, o no haré nada. Pero seguiré disfrutando.

Bueno he hecho un viaje. Un pequeño viaje a Dublín. Fue casi por obligación. Un día viéndome perezoso en el espejo de mi conciencia me dije “ya está bien, tienes que hacer algo” y no sé por qué motivos ni razón me apunté a correr el maratón de Dublín. Me puse a entrenar y compré los billetes. Era la forma de decirme que no habría marcha atrás. Lo cierto es que unos días antes dudé e incluso pensé en no ir. Luego fui.